Uno de los secretos de toda literatura es su capacidad de seducción, tal como un buen lector estaría dispuesto a refrendar. Por la oportunidad de ser protagonista, claro está; él ha sido el seducido. ¿Quién en sus cabales no refrendaría tal aparente debilidad? Elizabeth Jane Howard, la autora que nos ocupa (1923-2014), bien que conocía (¿por su condición de mujer?, ¿por su inteligencia?) las artes de la seducción, y en tal sentido se revela el interior de esta novela donde, más que descubrir el encanto de una bien hilvanada historia humana, lo que prevalece es el decir, el gesto intuido a través de las palabras, la ironía que otorga un relieve más amplio a la realidad…”Su cara tenía el aspecto de haber sido frotada con un puñado de suave nieve. Todavía estaba pálido, pero resplandecía con una mezcla de lo que parecía miedo, indignación o resentimiento. Algo ciertamente desconocido tanto para Edmund como para Anna”. Se describe (y analiza, y observa minuciosamente) un mundo selecto, elegante, pero no por ello dejan de ser prosaicamente reales los sentimientos más comunes y las actitudes más o menos encubiertas) un mundo un tanto ‘separado’ distinguidamente poetizado incluso, pero quizá por ello ilustrativo, con su aquel de necesario humor para que sea de verdad creíble, y nítidamente preciso en lo observado. Alguien sostiene que la literatura es el reflejo demorado de otro ejercicio interior, espiritual. Se observa aquí por la sutil advertencia que el lector atento siente al atender a la argumentación de cómo transcurren las circunstancias, cómo se piensa la realidad para vivirla: “¿De verdad? ¿No crees que le hacía ilusión en secreto? Parecía de lo más raro esta mañana…” O bien, atendiendo a una cotidianeidad menos introspectiva pero no por ello desatendido el detalle: “Era otro día precioso: había rosas silvestres en los setos del camino que iba y volvía hasta Mulberry Lodge, pero pronto se encontró en otro más amplio y aburrido. El cielo estaba desacostumbradamente azul para Inglaterra, y la carretera relucía como el acero. Conducía con gran precaución, permitiendo que todo el mundo la adelantara, porque eso le permitía darse cuenta de las cosas y pensar sobre ellas mientras realizaba al mismo tiempo una lista mental de lo que quería comprar”. Es en la excelsitud de lo demorado donde lo pequeño alcanza, para el observador discerniente, la gigantesca minuciosidad de lo casi irrelevante y, por ello, imprescindible. La palabra, cuando ha sido elegida con mimo e inteligencia, equivale a algo así como el condimento sin el cual una buena comida no podría alcanzar el grado de irresistible. Tal vez en ello hayamos de ver una de las características distintivas de la tradicional literatura inglesa, donde ni una sola de las piezas de la descripción parece estar fuera de lugar; antes al contrario, la novedad del detalle (tal como ha resaltado siempre Nabokov) realza y distingue el significado de lo escrito, de lo leído. El discurso que restablece la armonía entre la ‘prescripción’ de lo dicho y la ‘curación’ emocional de lo leído transforma, para bien, el ejercicio de leer en la mayor y más noble de las democracias. Salud en las palabras. La traducción, aquí, al tiempo, contribuye a la política constructiva de los interlocutores. Puedes comprar el libro en:
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