Sin concesiones, las entrañas de este poemario, sus abismos, conmueven. Hacen palanca trasladando casi imperceptiblemente lo que no pesa ni se ciñe a la rigidez de las formas, lo suficiente para que cada poema se amotine dejando un hueco, insignificante a simple vista, pero de una hondura inquietante que provoca un vértigo sideral.
Los trazos subversivos recorren sus páginas, se concentran en cada imagen que la autora acerca como quien comparte la confidencialidad nítida y descarnada de un espejo irreverente. Abruma la intensidad con que calan los intensos versos, su habilidad para arrojarnos de bruces contra la injusticia y los secuaces que la ejercen, sobre la mezquindad al acecho que nos circunda con frecuencia, nuestros malévolos fantasmas y sus palpitantes tropelías.
Dice la poeta escribir para contagiarse de la certeza de estar viva. No cabe duda, su compromiso social abarca con inusual valentía esos incómodos territorios donde medra lo perverso y florece por doquier la pestilencia de quienes procuran y fomentan premeditados sufrimientos, rentables marginaciones. La poeta Olalla Castro (Todas las veces que el mundo se acabó, Pre-Textos, 2022) también nos advierte: «como si todo lo que asusta /no estuviera ya aquí».
Esta voz, rasgada a veces, modula diferentes intensidades: en todas ellas se reconoce a sí mismo cualquier tipo de amor. Contra la podredumbre generada por la opulencia es necesaria la voz en pie, su temblor fieramente humano adentro del grito.
Bienvenida la poesía que sacude e incomoda a los que se parapetan en sus poltronas. Gracias por recordarnos que son posibles los trueques desde el corazón, que está en nuestras manos y que estamos a tiempo de hacer brotar desde ellas la esperanza todavía.
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