De sus poemarios, mencionamos “Clave de mí” (1980), “Pueblos repentinos” (1986), “Historias de la flor” (1988), “Árbol con pájaros” (1996), “Simulación de la rosa” (1998), “El color con que atardece” (2002), “Entre líneas de agua” (2007), “Tercinas” (2011). En narrativa se editaron los volúmenes “Calumex”, novela, 1984, “Crónicas de un legado hermético”, novela, 2011, “Minicuentos grises” (2009), entre otros. En ensayo elegimos citar “Elvio Romero, la fuerza de la realidad” (Ediciones Servilibro, Asunción, Paraguay, 2003) y “Elvio Romero – De la tierra intensa” (2007). Y en dramaturgia “Los remolinos” (1997), “La trama del silencio” (1998), “El escriba nocturno” (2002). Integró, por ejemplo, las siguientes antologías: “17 Poetas entre la utopía y el compromiso” (compiladores: Antonio Aliberti y Amadeo Gravino, 1997), “Esquina sin ochava” (compilador: Omar Cao, 2000), “El verbo de los tiempos” (antología de poesía universal, en ruso; compilador: Andrei Rodossky, Universidad de San Petersburgo, Rusia, 2004), “Dársena sur” (Asunción, Paraguay, 2004), “MeloPoeFant Internacional” (bilingüe: castellano-alemán; compilador: José Pablo Quevedo; edición conjunta de sellos de Berlín, Alemania y Lima, Perú), “Breve polifonía hispanoamericana” (compilador: Alfonso Larrahona Kasten, México, 2005), “Eufonía” (2009). En carácter de antologador tuvo a su cargo los tomos I, II y IV de “Poesía para el nuevo milenio” (1999, 2000, 2001), “Emilse Anzoátegui, Antología poética (1956-1999)” y otros volúmenes de poesía argentina contemporánea. A través de Editorial Sagital se publicó en 2004 “La palabra revelatoria: el recorrido poético de Ricardo Rubio” por Graciela Maturo. Once piezas teatrales suyas fueron estrenadas, una de ellas en Madrid, España, con la dirección de Juan Ruiz de Torres. Desde 1980 dirige el Grupo Literario “La Luna Que”, que integraba desde 1978, y también la editorial del mismo nombre. Entre otros cargos, ha sido secretario general de la Asociación Americana de Poesía, miembro del comité de organización de la Fundación Argentina para la Poesía, secretario de cultura primero, y luego presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (Oeste Bonaerense), co-director, con Carlos Kuraiem, de la “Muestra Itinerante de Revistas Culturales y Literarias”. Entre 1980 y 2005 dirigió la revista literaria “La Luna Que” (33 números) y entre 1997 a 2000 el boletín de literatura contemporánea “Tuxmil” (21 números). Con Antonio Aliberti fundó “Universo Sur”, revista bilingüe (castellano-italiano) que difundió a poetas argentinos en Italia (4 números). Ha sido integrante de jurados en más de veinte certámenes. Desde 1986 ha obtenido diversos premios y reconocimientos por su quehacer.
“Adoptó la nacionalidad española.” Y tu apellido “viene de España”. ¿Abuelos, padres...? Sé que conociste ese país hace pocos años. Y que tu hija reside allí.
Soy hijo de campesinos gallegos, lucenses (provincia de Lugo, a terra dos nabos). Mi madre es de Alence, una aldea de nueve casas (“Casa de Rubio”), y mi padre, de Forcas, de once casas (“Casa de Valdolago”). Soy nieto, bisnieto y tataranieto de gallegos, y no sé más allá, pero nací en Buenos Aires, dos años después de que mis padres llegaran de España y se casaran aquí.
Hasta cuarto grado mi pronunciación fue española: el cantito, la “c” sin sesear, la sibilancia de la “s” y las tablas de multiplicar cantadas, por lo cual recibía correcciones de los maestros y mofes de mis compañeros.
Al tiempo de estas palabras, mi madre tiene 92 años, toda su rama ha sido longeva. Casi toda mi familia gallega —lo que queda de ella— reside en España (Lugo, Madrid, Barcelona, Málaga) y dos primas hermanas que están en La Habana, Cuba —donde nacieron—; ellas tienen una numerosa descendencia, a diferencia de los que quedaron en Galicia. Sé que uno de mis primos fue escritor, casi con el mismo “éxito” que yo, y otro, cura.
Detento el apellido Rubio por parte de padre y madre —nacidos de familias diferentes—, razón por la que mi nombre español es Ricardo Alfonso Rubio Rubio. Este apellido proviene del apelativo “rubeo”, que era la menta que los romanos hacían de los pobladores cercanos a Finisterre, dados su color de piel y de cabellos. La significación de “rubeo” es “rojo”, y, por ende, el apellido que más atañe a Galicia. Mi madre, hasta encanecer, fue “roja”. Valga aclarar que hay un distingo entre rojos y pelirrojos, que también los hay, o los había; el “rubeo” se dio por el color rubio tostado y no precisamente por el pelirrojo.
Me casé en 1984 con Graciela Ferrer, abogada y Licenciada en Historia, quien es una eterna estudiante de las ciencias sociales. Tenemos dos hijos, Lucas y Laura. Lucas es Técnico Vial, pero trabaja conmigo como imprentero (estudia la carrera de Edición en la UBA) y empezó a escribir creativamente desde muy chico, pero lo hace por épocas. Mi hija reside en Madrid desde hace siete años, hacia donde partió por primera vez a los diecinueve. Es Bachiller Pedagógico y estudia Ciencias Políticas en la UNEAD de Madrid. Debo agradecer los progresos técnico-cibernéticos que permiten, a mí y a mi esposa, hablar casi todos los días con ella. Viene de visita dos veces por año; y sí, en una oportunidad he sido yo quien fue a visitarla. Tiene hoy veintisiete. No le gusta escribir creativamente, pero es una buena lectora.
Trasladémonos a tus sensaciones tras cada texto tuyo difundido en medios gráficos bien al principio de que comenzara a suceder; y a qué te pasaba antes, durante y después de tus primeras lecturas públicas; y cómo fue cuando accediste al objeto constituido por tu primera obra autónoma. Y si querés ligar mi inquietud a otras primeras apariciones tuyas en el ámbito literario o teatral —tu primera pieza estrenada, tu primer reconocimiento—, dale, danos a conocer cómo creés que te impregnaron, qué promovieron, qué deslizaron, qué descubrieron.
Por problemas, no sé si políticos o de aberraciones castrenses, me volví taciturno y me acostumbré al bajo perfil; publiqué un poco tarde, porque hacía más de una década que había escrito los libros que vieron la luz en 1979 y en la década del ochenta.
En 1978 aparece, de la mano de Omar Cao, un díptico con trece poemas de trinchera, y en 1979 el primer libro de poemas que recogía textos no comprometidos, escritos entre 1969 y 1978, que eran los únicos que tenía fuera del tema social. No fue emocionante, quizás porque soy de emociones moderadas o tal vez porque el proceso militar había mellado mi alegría.
El golpe de estado de 1976 me declaró prescindible por el famoso inciso 11 (Ley 21274) y me envió a la penumbra de los escondrijos y a los trabajos eventuales, en los cuales no se requería ni mi nombre ni mi documento. Me vi obligado a no volver a la universidad (cursaba la carrera de Antropología) ni a frecuentar los ambientes céntricos. Mi vida cambió por completo y mi poesía empezó a escurrirse por los terrenos antropológicos y metafísicos, previa quema de libros y papeles supuestamente comprometedores.
Durante el proceso militar elaboré los poemarios “Pueblos repentinos” e “Historias de la flor”, que publiqué en 1986 y 1988, posteriores a la novela “Calumex”, en 1984. “Pueblos repentinos” refleja mi anterior forma de encarar el canto, tiene aún vestigios sociales, por entonces creía que estaban bien disimulados. “Historias de la flor” es mi primer trabajo metafísico en poesía, pese a que “Clave de mí” (1980) lo anunciaba.
Durante la mala época es cuando me acerco a los ambientes vernáculos. Mis sensaciones estaban trastocadas y me incomodaba la presencia de personas desconocidas, me resultaban sospechosas de ocultar uniformes, de modo que no tenía más que la permanente atención por ver las probables salidas de escape. Siempre me acompañaba la misma pregunta: “¿Qué hago acá?”
A redimirme, llega el grupo La Luna Que Se Cortó Con La Botella, dirigido por Omar Cao y Hugo Enrique Salerno, dos años después del golpe de estado. Hacían recitales y me compelían a editar, a dar conferencias (el lema de mis conferencias era “Magia Negra y Magia Blanca”, un pastiche acerca de las prácticas de sectas y religiones; también pude participar con mis libretos en las obras que dirigía José Luis Lamela, y mi primera emoción fuerte se dio precisamente con la obra para niños “La reina dorada”, que escribí en verso formal, y que fue representada en teatro de títeres de la Biblioteca Popular José Enrique Rodó, un año antes de que el “ejército argentino” —así se presentaron— la quemara.
Pocas veces la poesía me dio satisfacciones en vivo. Lo críptico que me caracteriza y que ocupa gran parte de lo que he escrito, no es apto para una fugaz oralidad; pero sí me la dio el teatro. Venía yo de escribir y dirigir cortometrajes en Super-8 y el paso al escenario me pareció natural. Mi mayor satisfacción eran los ensayos, los pequeños logros que creía ver en los actores, la formación de una obra, los retoques de texto, los gestos, las locuras escenográficas... Solían decirme que tenía una estética cinematográfica, cómo no tenerla si de allí había partido; pese a la solapada crítica que encierra la frase “estética cinematográfica” referida al teatro, agradecía que dijeran que tenía una. Fueron veinte años de maravilla.
La única presentación de libro propio que me conmovió profundamente fue la del poemario “Simulación de la rosa” (1998), en la Librería Hernández, a la que concurrieron resonantes nombres de las letras, la sala se desbordó largamente y vendí una cincuentena de libros. Ese día creo que sentí que estaba logrando alguna cosa, que nunca sabré qué es.
El intercambio de cartas tuvo sus alegrías. Por entonces me emocionaba recibir cartas de quienes consideraba (y considero en muchos casos) maestros: Alberto Luis Ponzo, Ulises Petit de Murat, Raúl Gustavo Aguirre, Marco Denevi, Juan-Jacobo Bajarlía, el colombiano Rodolfo Jaramillo Ángel (1912-1980), Rodolfo Alonso, Federico Peltzer, Ester de Izaguirre, Alfonso Larrahona Kästen, Susana Sumer (esposa de Romilio Ribero), Ana Emilia Lahitte y muchos otros; y también me emocionaba recibir revistas de todas partes, me publicasen o no, y que ocasionalmente lo hacían. Nadie como vos, Rolando, conoce tanto estas circunstancias.
Te cuento una anécdota: en un número de la revista “Repertorio Americano”, una de sus notas aludía al poeta sueco Harry Martinson; como era un bardo de mi interés, la leí con cierta fruición, pero al llegar a la última línea vi que estaba firmada con mi nombre. Sorpresa, era una apostilla que había escrito y publicado en la revista “La Luna Que” algunos años antes. El caso es que pude leerme desde “otro”, advirtiendo tono, vocabulario, estructura, opinión, sin que pesasen lo subjetivo y el prejuicio de la autocorrección. Como pensaba, y pienso, que soy mejor lector que escritor, desde ese momento comencé a tener un poco de fe en lo que hago y a largarme con el ensayo.
Los premios y reconocimientos, que no son muchos, no mellaron mi carácter, apenas lo acariciaron. “El color con que atardece”, que considero largamente mi mejor poemario, fue reconocido en más de una oportunidad, por lo que infiero que el camino previo mereció la pena; pero en la vorágine no he tenido tiempo de sentarme a ser feliz.
Tantos libros y revistas y boletines y plaquetas —miles y miles los cientos de cada edición— han pasado por tus manos —y hasta podría aseverar que literalmente ha pasado por tus manos cada ejemplar, ¿no?— en tu condición de diseñador, impresor, editor. ¿Nos trasladarías algunas anécdotas o percances?
Infinitas anécdotas: como la de un libro que tuvo un título y un nombre de autor en la portada y otro muy distinto en el lomo; o el interior de un libro con la tapa de otro; o tapas a la mitad del tamaño del interior; o que cuando la imprenta con la que trabajaba suspendió las impresiones de un día para otro, porque no daban abasto con sus propios trabajos, debí recurrir a impresoras de chorro de tinta que fulminaba cada semana (a mi pequeño taller vinieron a morir treinta y dos impresoras de escritorio, hasta que pude acceder a una máquina de imprenta propia).
El tenor de los percances no pasa de los dramáticos, ya que lo editorial es en mi caso un trabajo solitario que no da para el humor. Lo único gracioso es que soy Profesor de Inglés y Analista Programador, materias que dicté como docente por largos períodos, pero hoy uso la PC sólo para diseño y edición de libros.
Y sí, es cierto, cada página de 476 títulos pasó por mis manos o por las manos de mis compañeros de grupo, mis hijos o mi esposa, sin contar miles de plaquetas, salvo aquellas que hiciera el Gobierno de la Ciudad en los ‘90.
Has prologado y redactado comentarios críticos a modo de epílogos a más de setenta volúmenes: tendrás, probablemente, más de un modo de involucrarte en estas tareas. ¿A qué prologuistas admirás (además de Jorge Luis Borges, me imagino)? ¿Recordás prólogos o epílogos que te hayan impactado? ¿Lo considerás un género, un sub-género (interrogo olvidándome de los meros textos laudatorios, machacones, remanidos, “cariñosos” con la persona del autor)?
Prologar, comentar, hacer la crítica de una obra de amigos o de un poeta o narrador lejano en tiempo y espacio no me resulta sencillo hasta encontrar las primeras palabras que sean fieles a lo que siento frente a los textos. De cualquiera de ellos, me interesan, por, sobre todo, el concepto y el hilo emocional que lo provoca y justifica, luego me tomo la atribución de creer en lo que percibo y paso al intento de objetividad. Una vez dado ese paso, unas primeras palabras, y de atisbar la intención creativa de la obra, el trámite se facilita. Es entonces cuando rebusco entre las estéticas, estilos, concordancias —me gusta nombrarlas—, sea por forma o semántica. Y siempre las hay.
Creo que no tengo modos —al menos conscientemente— de encarar un comentario, pero debo reconocer que no me provoca lo mismo analizar textos de Reinaldo Arenas o Romilio Ribero que la obra de un amigo, para la cual, infiero, tengo una “colocación” distinta por cercanía o amistad y por ende un discurso diferente, que creo más cálido y menos preceptivo.
Me agradan mucho los prólogos, pero mucho más los análisis preliminares; extraño aquellas ediciones económicas de Kapelusz. Me divierten los esfuerzos que se hacen para ensalzar la obra que procede o precede al comentario y que muchas veces son superiores a la obra en sí; también me divierten las observaciones equívocas de algún prologuista o analista. Para el caso cito el extenso análisis que hizo Rama Prasad del texto anónimo “Zivagama” (“Las fuerzas sutiles de la naturaleza”), en donde se desatina en un vano esfuerzo por traducir una idea oriental milenaria al mundo occidental actual.
No considero los prólogos como subgénero, me parecen simples alusiones sobre la verdadera obra artística; creo que un prólogo es a un libro como un sombrero a la cabeza, cuando es de noche y no llueve (dejo abierta la posibilidad al frío). Claro que a todos nos gusta elegir un nombre que nos haga quedar bien, que nos ayude a ser mejor “mirados” a la hora de ser leídos. Yo he recurrido a ese embeleco varias veces y no lo menosprecio. Desde hace unos años, hago mis propios preliminares.
Son muchos los prólogos que me han impactado y enseñado, pero los de Borges, sin duda, resultan insuperables por síntesis y profundidad, y siento la rara felicidad de su relectura, sus torsiones sintácticas, con muy pocas y precisas palabras, lo dicen todo de un modo inesperado, tal como lo hizo en sus conferencias de “Siete Noches”, que son prólogos para libros que no existen. Quizás en el caso de Borges pueda hablarse de subgénero literario, acaso del mismo orden que los ensayos de Maurice Maeterlinck.
Un prólogo que me impactó fue el del libro “Antes que anochezca”, de Reinaldo Arenas, escrito por Mario Vargas Llosa —escritor con el que nada comparto—. No puedo negar que la presentación es de excelencia, aun considerando que esta obra de Arenas fue tomada, en ese caso, como baluarte anticastrista.
Entre los nuestros, y desde el punto de vista analítico de fondo y forma, no puedo soslayar a Enrique Anderson Imbert ni a Manuel Gálvez, tampoco a Graciela Maturo, que “ve” las obras filosóficamente, ni a Antonio Aliberti, que hizo tantos, y “veía” las entrelíneas como si estuvieran escritas.
No me gustan los prologuistas que simplemente tienen facilidad de palabra (más vanidad que carne, y son muchos nombres resonantes que no citaré aquí), que suben las ramas de un árbol ilusorio; quienes, subliminalmente, nos dicen “miren lo que soy capaz de pensar y decir”; tampoco me agradan los academicistas que dividen palabras (de-canta, re-clama, re-viste, etcétera) y establecen paralelismos incomprensibles con asuntos de la mítica profunda o que encuentran torres de cristal donde sólo hay un amor frustrado (siempre hay un amor frustrado, y mencionar en algunos casos una torre de cristal es como decir que es mejor pasarla bien que pasarla mal). Creo que cuando aparece una verdadera cosmogonía, recién entonces se puede hablar de una torre de cristal.
Te has referido aquí o allá, muchas veces, al grupo literario “La Luna Que”. Te propongo que a nuestros lectores en la Red les trasmitas qué ha sido el grupo en su instancia fundacional, cómo se ha ido transformando, qué cosas te han ido sucediendo a lo largo de esos lustros de pertenencia?
El Grupo Literario La Luna Que Se Cortó Con La Botella (LLQSCCLB) fue creado por los poetas Omar Cao y Hugo Enrique Salerno a la salida de la presentación del poemario “Uno de dos”, que era de ambos, en febrero de 1975. Al poco tiempo se le unió la que era por entonces esposa de Salerno, Isabel Corina Ortiz. En 1976 editan el primer número de LLQSCCLB, una revista-libro de 72 páginas. Llegué al grupo en 1978, cuando se ideaban unos dípticos de gran tamaño que podían contener varios poemas. El número uno fue de Isabel Corina Ortiz y el segundo, el mío.
El revés que sufrió el grupo, por entonces numeroso, al ser incendiada la Biblioteca Popular José Enrique Rodó, nos dispersó a todos: tiempo de miedo, de preguntas sin respuestas, de pequeñas reuniones celebradas aquí o allá y sin periodicidad. En 1980, Cao me dijo que dejaba el grupo, Salerno ya no nos frecuentaba. Decidí seguir con aquellos compinches que quedaban y, poco a poco, se fueron sumando otros. En esa década (‘80) efectuamos varias presentaciones de libros y recitales en el Centro Cultural General San Martín, en Oliverio Mate Bar, en La Bodega del Café Tortoni, en Bibliotecas Populares, etcétera.
El grupo siguió creciendo y ampliándose más y más. Pero es a mediados de los noventas cuando cobra el mayor espectro, la continuidad se nos hizo costumbre: recitales, encuentros, cenas literarias, el café literario “Tinta Buenos Aires”, presentaciones y numerosas ediciones de libros, en las que participaste. Según creo, el único libro de tu autoría que presentaste alguna vez, tuvo lugar en una cena literaria del grupo. En 1996 se redujo LLQSCCLB a La Luna Que.
Salimos a la caza de otros horizontes por distintos barrios de la ciudad y de las provincias; centros culturales, clubes, salones para leer, exponer y difundir nuestras obras, acompañados por libros, revistas y plaquetas hechas con nuestras manos en ediciones económicas, que luego extendimos a Paraguay y a Uruguay; logramos presencia de integrantes en congresos internacionales, exposiciones de poesía ilustrada y revistas literarias (la exposición itinerante de revistas que dirigí luego con Carlos Kuraiem); apariciones de nuevas revistas que se sumaban a la ya existente “La Luna Que”: “Universo Sur”, bilingüe italiano-castellano, codirigida por Antonio Aliberti; el cuaderno “Tuxmil”, el boletín informativo; “Pormenores”; los cuadernos de poesía “Squeo - Sacronte cisandino”. La revista “La Luna Que”, luego de sus 33 números, reapareció en tabloide como suplemento del diario “Ego” en sólo dos números. Pasaron otros intentos de continuidad: “Crisol”, “Considerando en Frío”, de críticas; “Tinta Buenos Aires”; participaciones en “Emergiendo”, “Cultura con Todos” y “El Mirador de la Cultura”.
Hubo, sí, en los actos del grupo, momentos de emotividad y felicidad. En primer lugar, la concurrencia, que contó varias veces con autores que no era común encontrar en otros actos, tales como Nira Etchenique, Juan-Jacobo Bajarlía, Rodolfo Modern, que apenas circulaban por los ambientes vernáculos; en segundo lugar, las frases: un diálogo con Antonio Aliberti, en una reunión en la que no podría estar presente por otra cita a la que se debía y luego desestimó, dijo: “Siempre voy a estar donde esté La Luna”; y tercero, las palabras de Elvio Romero, cuando expresó desde el micrófono: “La Luna Que es lo mejor que me ha pasado en los últimos años”.
De la camada que nos precedía, creo que son muy pocos los que no han estado alguna vez entre nosotros. En cierta oportunidad, pedí disculpas a Atilio Jorge Castelpoggi porque, mientras él leía, desde el fondo se escuchaban los susurros de quienes nunca faltan, y el poeta me dijo: “No les des bola, son parte de la fiesta”. También poetas de generaciones más nuevas han concurrido, leído y presentado libros. Hasta 2012 nos reunimos con cierta regularidad. Ya no organizamos ni encuentros ni lecturas, salvo las presentaciones de libros, en las que cada uno se ocupa del propio y los demás invitan, concurren y acaso intervienen en la mesa de lectura.
Actualmente participo en un nuevo grupo, “Arte con todos”. Trabajamos sobre todo en escuelas secundarias con charlas y presentaciones de orden literario y de artes visuales.
En 2007 aparece tu “Aliteraciones, sonsonetes y otros juegos”. ¿Cómo percibiste que necesitabas probarte en el minicuento?
Los minicuentos llegaron para darme solaz en una etapa en que la novela que estaba escribiendo empezó a darme dudas. Escribir novela produce un agotamiento que no conozco en los otros géneros, más aún cuando no es lineal y su estructura se escalona en varios estadios temporales. Los minicuentos, en cambio, son rápidos, y en ellos no hay que cuidarse de caer en invasiones poéticas; por lo general es de una sola dirección y permite llegar a fin de un plumazo; se corrige un poco y ya. El primero de los nuevos surgió de las nefastas noticias judeo-palestinas, y traspuse el problema a dos tribus vecinas que jugaban con misiles. Como la idea escritural se basó en el absurdo, comencé a jugar también con aliteraciones, antítesis, paradojas, sinestesias... Me gustó mucho cómo había quedado y decidí escribir algunos más. Sucedió que, en poco tiempo, había logrado un buen número de relatos que me agradaba leer a ocasionales escuchas. Si bien algunos decían que se trataba de una “literatura menor”, no era para mí nada desdeñable, ya que les cobré enorme afecto, habida cuenta de que, además, mi gusto por construirlos me había devuelto algunas sensaciones antiguas de la escritura, es decir, volví a los primeros sentimientos de placer al escribir; de pronto, empezaba de nuevo. Tu pregunta lleva mi respuesta.
Mis primeros escritos no fueron de poesía sino de cuentos. Nunca he dejado la narrativa a pesar de tantos poemarios editados. “Minicuentos grises” recoge uno solo de los viejos trabajos de microficción que escribí (“La fiera y el cazador inexperto”), publicado en la revista La Luna Que, en los ochentas, los demás son todos de 2004/2005.
Si bien el formato ya me había impresionado en “Los relámpagos lentos” y “Chinchina busca el tiempo”, de Manuel del Cabral; “Falsificaciones”, de Marco Denevi; en “La letra e”, de Augusto Monterroso; y en sueltos de otros muchos autores, ignoro cómo, repentinamente, escribí un seguidilla, fascinado por el juego que me permitía decir cuanta cosa oscura sucede en las personas, apuntando a lo individual, cuando en los otros géneros mis objetivos siempre buscan el panorama antropológico, salvo pocas excepciones, donde prima el intimismo. No sentí estar probándome, sentí que jugaba con las palabras y los sucesos del periódico, la síntesis y las figuras del lenguaje, cada nueva línea me da satisfacción y me provoca la sonrisa. Pese a los temas, claro.
El libro y el blog que lo repite me brindaron muchas sonrisas y aprobaciones. Un grupo de México se impresionó con ellos y un especialista guatemalteco me invitó a una antología que ignoro si se editó alguna vez, además de una buena cantidad de sitios de Internet que me pidieron participar.
El libro que publiqué en 2009 se iba a llamar “Minicuentos grises – Aliteraciones, sonsonetes y otros juegos con la lengua”, pero me pareció demasiado. Estoy preparando el que por ahora se llama “Minicuentos cromáticos”, aunque la esdrújula no me agrada demasiado.
Se me hace que no abundan los testimonios de escritores que hayan tenido la responsabilidad de ser jurados en certámenes literarios. Y acaso no te hayas referido públicamente a esas experiencias. Dejo picando la pelota…
Ser jurado no es agradable, salvo el aparente crédito implícito en la solicitud y el eventual subsidio. Conozco muchos entuertos, prebendas, “devoluciones”; inclusive los dictaminados antes de que el jurado se reúna. Tenemos numerosos casos non sanctos en nuestra historia reciente. Razón por la que soy poco afecto a los concursos. Envío mis libros editados al premio de la ciudad por si se equivocan, como solía decir Antonio Aliberti.
Como miembro de jurados he pasado algunas penurias. Para ser un buen juez no hace falta ser un buen escritor sino un buen lector, aunque muy avisado de estéticas. Un miembro de selección no debe dejarse llevar por la comunión particular con un estilo, porque desechará todo lo que no camine por allí; debe tener un copioso bagaje de lectura, que no se acote a una sola forma ni a un solo tema; un buen conocimiento del idioma en tanto ortografía y sintaxis (suelo apartar trabajos mal escritos ya que es imperdonable que se ignoren las herramientas de un oficio, nadie iría a quitarse el apéndice con un jardinero); estar al tanto de las distintas corrientes poéticas o narrativas y abierto a novedades; y, lo más difícil, debe sustraerse de los afectos. Para mi fortuna, pocas veces he tenido que reñir con ese punto. En cierto concurso reconocí un cuento de Daniel Battilana —era con seudónimo—, bien sabemos cómo escribe y la novedad de su formato, y en mi nómina lo ubiqué segundo o tercero o cuarto, no recuerdo, dado que el primero estaba muy por encima del resto en todos los órdenes; mis dos compañeros de mesa, que eran un matrimonio de docentes, ni tomaron al primero ni a Battilana, sino un texto que tenía errores sintácticos, de tema adocenado y remate impreciso; ninguno de los que propuse figuró dentro de los seis primeros puestos. No pude defender mi postura ante ellos porque había dejado la resolución por escrito (debí viajar a la ciudad de Azul), nunca los vi, e hicieron lo que quisieron. He lamentado los odiosos desniveles de miembros en varias oportunidades; se supone que deben tener experiencia literaria de todo orden y advertir que no basta con ser profesores de lengua devenidos a incipientes escritores o poetas.
La pelota está picando y sé muy bien que lo que estoy diciendo pica de otra manera. Habrás notado que ningún jurado habla de su mesa o, si lo hace, dice en voz baja: “No es así... Se lo merecía.” Jamás dirá “se lo dimos a él, o ella, porque le tocaba”, o “necesita la plata porque tiene que operarse”, y aun: “y bueno, pero me voy al hotel con ella”, “a ésta/éste no se lo vamos a dar porque es peronista/comunista/radical...”; o: “repartió muchos subsidios, se lo merece”. Después nos preguntamos porqué los niños pierden la inocencia.
La pelota duerme en el punto del penal: están los concursos comerciales que obtienen un rédito en metálico, los concursos editoriales usados para la publicidad de un libro ya designado a primer premio, los certámenes mediocres que ignoran por completo la calidad de un texto, y los inocentes: uno que otro que reparten, equivocadamente o no, un poco de justicia. En su mayoría, fuera del país.
Además de ser, entre 2004 y 2007, en la zona Oeste Bonaerense, Secretario de Cultura de la Sociedad Argentina de Escritores, fuiste el Presidente en el lapso 2007-2010. ¿Te sentís conforme con tu actuación, lograste consumar o impulsar iniciativas? ¿Qué S. A. D. E. es posible, esperable?
Creo que hice lo que pude hacer. La cuota era muy baja para grandes emprendimientos (la aumenté de 3 a 5 pesos) y es una entidad a la que no se acercan los jóvenes; pese a ello, tuvimos un alza de inscriptos, llegamos a los cien. Implementé una revista, “Laberintos”, una colección de plaquetas, una serie de actos con presencias de autores experimentados, dos antologías de miembros, “Oeste” (como Secretario de Cultura) y “Eufonía” (como Presidente) que incluye a quienes nos visitaron como disertantes, una exposición de revistas, una obra de teatro en “La Panadería” y lecturas varias. También planificamos pasar la sede desde “El Club de la Raza” a las instalaciones de la “Universidad de Morón”, pero nos agobiaron los trámites burocráticos durante un año y medio. Se cumplió mi mandato y el trámite no estaba terminado. No tuve voluntad para seguir en el cargo por otro período; además el estatuto social indica que no se pueden sobrepasar dos períodos correlativos como miembro de la comisión.
De la experiencia, recogí una gran cantidad de amigos, el exiguo conocimiento acerca del manejo de una entidad como tal, sus obligaciones y derechos, las normas estatutarias y todas aquellas cosas que como simple afiliado ignoraba. Al cese de mis funciones, como todo presidente de SADE OB, fui nombrado Socio Honorario.
Dos veces fui candidato al cargo de secretario de SADE central. Fue en la peor de las épocas de la entidad: desapariciones de cuadros, de libros, de picaportes de bronce; reuniones de fiestas particulares; estafas editoriales, solicitud de préstamos a Argentores (Sociedad General de Autores de la Argentina) que no se devolvían y cuyo destino era incierto; el teléfono había sido cortado y muchos empleados de la casa fueron despedidos después de añares. (Ni siquiera Víctor Redondo pudo con ellos; se fue de SADE y fundó la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina.) Las elecciones que celebraron provocarían la envidia de los caudillos de antaño, el propio Guzmán (no recuerdo el nombre de pila, por entonces presidente de la entidad) se hizo acompañar por un grupo de matones cuando la Junta Electoral —presidida por un actor (¿?) al que le habían prometido junto a su esposa un puesto de no sé qué— lo declaró triunfante en los comicios, cuando en realidad ocupaba un cómodo y último tercer puesto. La Inspección de Justicia... bien, gracias.
Por todas estas cosas, precedidas por Carlos Paz —no el escritor, sino el político ya fallecido—, la entidad tocó fondo con una deuda que hizo peligrar las propiedades de la calle Uruguay y la de calle México. No sé de qué modo se resolvió, ni si se ha resuelto aún. Qué se puede esperar entonces de SADE es un misterio; mientras no lleguen autoridades honorables, fuertes, limpias, vocacionales, que no jueguen al señor presidente o al señor secretario, o al “¿me nombran en la Comisión a la Feria del Libro?”, creo que poco.
Te has ocupado de la obra de ese insoslayable poeta paraguayo, Elvio Romero (1926-2004), y además lo trataste. ¿Cómo era, qué trasuntaba, habrá quedado producción inédita?
Ha dejado, seguramente, muchos comentarios sobre poetas españoles que lo conmovían, Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Rafael Alberti y León Felipe. De sus poemas, el libro inédito que me había dado a leer, “Cantar de caminante”, fue editado en 2007 póstumamente. No le conocí otros trabajos.
Era un hombre de buen humor, cabal, honorable, respetuoso de todas las ideas, comportamientos y tendencias de los demás, pero estaba muy seguro de sus preferencias. También su esposa, Élida Vallejo, irradia bonhomía y generosidad, proyectadas en sus hijos Ariel y Zulma en gran espectro. La palabra de Elvio siempre era de aliento e intentaba encontrar explicaciones para justificar las cosas que no resultaban como era esperado. No era vehemente ni con sus ideas políticas ni con la literatura, aunque las tenía fuertemente arraigadas. Todo en él era moderado, comprensivo pero firme. Era un hombre de temperamento seguro, afable, y sólo se me ocurren ponderaciones ya que, en los casi diez años en que fuimos amigos, nunca fue necesaria una porfía. Que yo me manejase con tacto ante una figura de las letras como él resulta casi lógico, pero que él respondiera del mismo modo, no hace más que hablar bien de su conducta. Lo preocupaba la situación del mundo y de él tomé la frase “la dispersión de la coherencia”, que mencionó alguna vez para calificar estos tiempos.
En 2000 empezó con las mayores molestias físicas y debía salir a caminar por las inmediaciones de Once, donde vivía y aún vive su familia; lo acompañé en varias de esas caminatas que recalaban en uno de los bares de Yrigoyen y Urquiza, en la esquina de su casa. En esas travesías conocí más profundamente a Elvio Romero, al hombre cotidiano, no ya si este o aquel autor sino sus pensamientos de vida, y me siento orgulloso de que compartiera conmigo sus confidencias.
Sos un cinéfilo que inclusive mientras realizás determinadas tareas de tu quehacer remunerado, ve, oye largometrajes. ¿Quisieras referirte a esto, a tus preferencias? ¿Dirigirías alguna película?
Las películas que no me gustan es porque no me atrae nada de ellas y las que me gustan derivan por todas las líneas, a casi todas les encuentro algo ponderable. Como en cualquier orden de la vida, el gusto es muy subjetivo, depende de intereses particulares. Creo que sé reconocer una buena película, aunque no vaya conmigo, y también lo contrario. Los ingredientes del cocido son muchos: libro, dirección, fotografía, narrativa fílmica, elenco, actuación, producción, utilería y toda la larga lista técnica que aparece en los créditos, pero como suma de arte vario, hay productos realmente buenos. Me interesa la ciencia ficción, la fantasía, el policial negro, las que llamo obras de teatro filmadas —sobre todo las que suelen hacer los ingleses—, las de historia y mitos clásicos; el realismo español, el neorrealismo social italiano. No me gustan las películas psicológicas de los franceses, ni las violentas por la violencia misma, ni el terror, ni las comedias norteamericanas —salvo excepciones—; tampoco me agradan la inocencia hindú ni las imitaciones de Hollywood que suelen hacerse en Japón, ni las románticas de cualquier parte del mundo, ni las de estudiantes, ni las musicales, ni las deportivas, ni las absurdas, ni el poco cuidado que tiene gran parte del cine argentino en la conformación de elencos y en el descuidado tratamiento de los diálogos, donde omite lo que debe decir y dice lo que no debe. El elenco puede depender de las capacidades de producción, pero el descuido del libro es imperdonable. Hoy, creo que tenemos buenos directores jóvenes que cuidan un poco más la palabra y manejan bien los tiempos; un par de décadas atrás se arruinaron historias, que hubieran sido buenas películas, por el fluir discontinuo de la narrativa; pese a ello obtuvimos algunos premios, cosa que nunca entendí. Leonardo Favio también sufría de este síntoma. “El secreto de tus ojos” me gustó sobremanera, pero por fondo y por las amplias alternativas de la historia hubiera dado para una superproducción. ¿Cómo hacerlo en Argentina?
Soy simple público de cine y me apoyo mucho en los actores: Ugo Tognazzi, Marcello Mastroianni, Giancarlo Giannini, Marlon Brando, Natalie Portman, Dustin Hoffman, Al Pacino, Johnny Depp, Peter O’Toole, Ralph Fiennes, Michel Serrault, Lambert Wilson, Ben Kingsley, Madeleine Stowe, Robin Williams, Uma Thurman, Christina Ricci, Dakota Fanning, José Sacristán, y muchos etcéteras. De los nuestros, destaco a Julio Chávez, Germán Palacios, Arturo Bonín, Darío Grandinetti, Leonardo Sbaraglia, por no ir más atrás. También busco a ciertos directores, por citar a algunos: Tim Burton, Ridley Scott, Sam Peckinpah, Peter Jackson, Martín Scorsese, los hermanos Cohen, Luis Buñuel, Zack Snyder, Alex de la Iglesia, los hermanos Bertolucci, Federico Fellini, Francis Ford Coppola, Luchino Visconti, Jean-Pierre Melville, Costa Gavras, Win Wenders... La lista, me doy cuenta ahora, sería enorme.
Sí me gustaría dirigir una película de mi última novela, “Crónicas de un legado hermético”, donde Collin Farrell fuera el protagonista, acompañado por Ray Winstone, Michael Nyqvist, Brendan Gleeson, Stellan Skarsgard, Max von Sydow, John Turturro, Paul Bettany, Jean Reno, Peter Stormare y los argentinos Ricardo Darín y Héctor Alterio, este último para el papel de Yabo Numac. Es un chiste, claro, pero si Mercedes Sosa viviera, haría el papel de Carmen Tulián.
*
Ricardo Rubio selecciona poemas y minicuentos de su autoría para acompañar esta entrevista:
LA RUECA
Hay un reclamo de lógica perdida en la espalda del viento.
Un reclamo de espacios y de ciencias
en la infinita sabiduría de las rocas.
Como nave cristalina
el tiempo reviste la desnudez de la tierra
y los profanos hijos del ancestro se pintan de colores
y se visten de espejos nunca vistos.
Y hay otras tantas formas de huir
Hay un llanto esmeralda
acariciando la mansedad de la montaña
donde yace el mineral con su verdad dormida.
Alguien descompuso esas semillas
y creyéndose sabio les dio una cifra,
y cifra y letra formaron extraños parásitos de papel
que no sacian nuestra honda sed de invitados sin regalo.
La claridad brota de viejas filosofías no escritas aún,
los astros nada saben de palomas ni de credos,
pero el suelo ha dado flores e insectos
y sin contarnos nos envuelve en silencio y a él volvemos.
Hay otras tantas formas de huir.
Objeto de insignes pensadores
con grandes cerebros y fortunas
y profetas, magos, monjes e ingenieros;
objeto de inútiles pisadas, de invasiones, de colonización
de intrépidos periplos alrededor de qué o de quién,
de formas y dibujos, de forzados cambios
y de lluvias atómicas que nada saben de núcleo ni de átomo.
Por eso el suelo aguantando no es sed y es amparo,
sin embargo el gemido asoma en el desierto
y el grito en el volcán.
¿Quién me dará una almeja y un balde de arena?
¿Quién me enseñará a no saber nada?
Y otras tantas formas de huir.
(de “Pueblos repentinos”)
*
LA LLEGADA
Del mes de mayo, del ámbar,
bajo la sombra de avellanos ungidos al amanecer,
a once pasos del pasmo que la noche extiende detrás
de gravísimas voces en pregunta,
urdido entre sueños por la fiera del instinto
cuando rebate páginas en la fronda de sal,
nací al sol de una diosa blanca
y de tres mujeres de mi estirpe
coronadas por los signos,
donde tres veces tres es el pan de la armonía.
Dejé en el umbral los collares húmedos,
la costumbre del silencio y mi condición de pez.
Eduqué la mirada en los ojos de mi madre
y crecí con las friegas del roble entre los vivos.
Repetí los versos que agitan el fuego
y bebí la miel de las bellotas con jarabe de muérdago
entre paños blancos.
La Dama Encantada disipó la bruma
y entre aromas de moras silvestres,
palán palán y azafranes intensos,
las olas de purificación ordenaron las esferas.
No fui un ángel entonces sino un simio desnudo
a orillas del mar.
(de “Entre líneas de agua”)
*
Minicuentos (de “Minicuentos Grises”, 2009):
LA OTRA TIERRA
Sentía rechazo por las ideas de los adultos de las que no quería saber nada. Sus diecisiete lo vestían de huesos largos, buena nariz y barba rala. Pensaba o creía que pensaba en la estafa de sus mayores y en la de los mayores de sus mayores, y esa mañana decidió cambiar para seguir siendo el mismo.
Dejó una carta a su madre, con la que intentó superar el miedo a necesitarla; pensó que a su padre no le importarían dos manos menos, después de todo, también se llevaría la boca. Para sus hermanos, no tuvo ni el destello del desgano.
Partió hacia las aventuras del ruido y la melancolía; durmió en lechos de silencio y extrañó las tibias manos con tisana y las madrugadas con labios y sonrisas. Supo entonces que sólo el acto destina, pero ya tenía treinta y no sabía aún si las voces de los hombres concordaban con sus manos.
Capituló la dicha, capituló la pena; y la pena y la dicha se fueron con él, tiempo después, cuando lo crucificaron.
*
LA VISITA
En 2050 entré a la casa y la presencia de las moscas no podía más que predecir una desgracia. La puerta estaba abierta, pero el residuo de antiguas alegrías se había diluido como el sopor de la sopa lejana que era ahora el recuerdo de un vaho húmedo y musgoso. Sólo había cáscaras olvidadas por la Parca, que siempre recuerda.
La que fuera una mano yacía despojada de sus nervios, de sus poros, de sus líneas premonitorias que acaso presagiaran mi presencia, la extinción del viejo y las moscas que sobrevolaban los huesos, tal vez hasta el anillo que jugaba en la falange, oscurecido a pura sombra. Las cerdas grises, largas y ralas, vueltas sobre sí, se escurrían sobre las baldosas también grises. Un libro de Anohuil hundía las costillas; recuerdo ese libro que aún no leí. Las moscas no tenían un pretexto salvo el cuchicheo, ningún propósito más que la curiosidad múltiple de sus múltiples ojos.
La podredumbre había terminado años atrás, cuando la soledad del anciano empezó a disimularse en una masa quieta, primero esponjosa, brillante después y finalmente cenicienta y seca.
Ni rastros de los sueños de aquel hombre ni trazas de sus trazos ni visos de sus vicios; ninguna pista de la dicha de los posteriores gusanos, sólo la presunción de algunas bacterias inertes entre olores muertos.
Y las moscas siguieron riendo mientras me iba, ignorando la futilidad del futuro, diluido, sí, pero tejiéndose sin fin.
Salí de mi casa y volví a 2010.
*
BIENES GANANCIALES
El fotógrafo congeló los ángulos de la escena; la casera gorda gimoteaba ya cansada de gritar. Mi superior era un cretino que repetía las palabras de un folleto, como creyéndolo. Me miró, yo miré a los agentes, y estos a la gente amontonada del otro lado del cordón.
El muerto interrumpía el paso por la vereda y lo que fuera su vida se secaba lentamente sobre las baldosas amarillas. El forense se calzó los guantes, alzó los anteojos y revisó el cadáver mientras sorbía un resto de café. En el tajo del extinto se leía cierto rigor, una hendidura tranquila, una profundidad económica y precisa. Pusieron una cinta alrededor del tugurio, una línea en torno al cuerpo y un título al expediente.
El finado tenía tres garitos en Belgrano, un sauna en Flores y una venta de fatay en La Salada; todos sabíamos que dejaba sin trabajo a una docena de matones y un lugar vacío en la cama de una rubia de edad imprecisa que años atrás expusiera sus cuartos en publicaciones baratas.
El esbirro principal del fiambre, su espalda, su “sí señor” y su probable asesino, estaba entre los curiosos. Era un punto conocido que me debía una; lo miré a los ojos y me devolvió el gesto con el vago vacío de los gatos tranquilos. Supe inmediatamente que él supo lo que había hecho. Giró sobre sí y a paso apacible se alejó por la avenida girando en la bocacalle.
Salí sobre su espalda ignorando los gritos del oficial. Al llegar al cruce, ya no estaba, o quizá sólo dije que no estaba. Si encontraran el potrero y lo desenterrasen, verían que su garganta tiene un tajo en el que se lee cierto rigor, una hendidura tranquila, una profundidad económica y precisa. Yo, en cambio, ahora tengo tres garitos, un sauna, una rubia sin prejuicios y una venta de fatay. Ah, y conservo un rango al que se le hace la venia.
*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Lomas del Mirador y Buenos Aires, Ricardo Rubio y Rolando Revagliatti, junio 2013.
http://www.revagliatti.com/act0509/Huasi_lalunaquehtml.htm
*Ricardo Rubio falleció el 25 de mayo de 2022.