La mirada del espejo podría en cierta manera recuperar la esencia de la narrativa gótica, al menos en su disposición de lo inabarcable, en lo que no puede explicarse racionalmente y, en el escenario, su atmósfera, donde lo improbable cobra vida propia, y se elogia el secreto como inagotable fuente de inspiración, acaso de sueños. Un más allá que se refleja en un mobiliario decadente, un majestuoso espejo con marco de bronce de extraordinaria aleación, una esfera de supersticiones, creencias, miedos, maldiciones, pactos, en suma un mundo espiritual que entra a diestro y siniestro por las líneas del relato, una vía de escape única en el complejo ejercicio de entendimiento del mundo. Puede, en esa extensión de lo simbólico, entenderse que hay un homenaje o al menos unas muestras de admiración hacia autores como Dickens, Bram Stoker o Poe, pero también hallaremos las resonancias de Las mil y una noches y las vívidas imágenes de Alicia a través del espejo.Un oxímoron de la inmaterialidad que anhela el materialismo de “la salud, el éxito, la riqueza, los triunfos, la sabiduría”, una moneda que argumenta sus dos caras con características que son muy relevantes y singulares de la escritura de José Reyes, a saber, la ironía, un exquisito oficio lingüístico, un elegante discurrir narrativo que, en este caso, se engrandecen con las imágenes del pintor que no sólo ilustran el relato sino que nos crea una historia paralela. Ambos creadores revierten la función espejística que muestra ahora su lado observador, su memoria viva y la posibilidad de proyectar no sólo hechos sino secretos y hasta crímenes, porque también participa el relato de José Reyes de elementos de serie negra.
El lector de José Reyes Fernández percibe el peso histórico de las palabras en toda su obra, probablemente por su condición de gran lector que ha sabido sintetizar en su proceso escritural varias escuelas novelísticas. En su obra anterior, tan sorprendente como magistral, Cuentos urgentes para un tiempo lento, ya advertíamos de un escritor poseedor de una inmensa literatura. Juan José Téllez nos da buena cuenta de ello en el prólogo de La mirada del espejo. En efecto, José Reyes crea su lugar mítico, Guimarán, su natal Carteia/San Roque, admitiendo que de haber nacido en otro sitio posiblemente no hubiese escrito nada, porque siempre recrea los paisajes de su infancia, un universo literario particular que toma conciencia de su humanismo solidario y a la vez de su realismo mágico. Subraya con acierto Juan José Téllez, “su coherencia literaria y su insobornable compromiso a la hora de desenmascarar los claroscuros del género humano”. Una circunstancia que viene ratificada por la pintura de Juan Gómez Macías, pintor de lo inaprensible, fundiendo las premisas de la pintura y la literatura, perfilando la sensualidad y lo simbólico en colores tan particulares como expresivos. En un deseo de atemporalidad como fórmula para simultanear lo cotidiano y lo intangible, introduce el reflejo de las figuras humanas, o por ser exacto, las visiones del espejo. Por otro lado, si la verdadera patria del hombre es la infancia, aquí es también el punto de partida de la literatura. En una situación extrema como la visita de la muerte, nos escribe “Y fue entonces cuando percibí, materializado en mi mente como el recuerdo de un efluvio familiar ya pretérito, los días dichosos de mi infancia junto al mar, el aroma íntimo y confortable de mi niñez, una fragancia cálida a ropa recién planchada, un hálito dulce de talco tras el baño en la tina, el frescor del jabón del aroma de heno recién cortado unido a la memoria del regazo cálido y protector de mi madre”.
Una memoria tierna que corre a la vez con un terrible desangrarse y que viene reforzado por la imagen de la fuerza de lo volátil, del árbol de la filosofía como una suerte de energía adivinatoria, concluyendo que la ausencia determina la presencia. Si a esto le sumamos la portentosa ironía, la polifonía erudita y crítica, la fantasía transformadora, una poderosa metáfora sinestésica que recorre toda su obra, el pálpito historicista, la tradición, o por ser exacto la profunda lectura de la literatura universal, desembocamos a un escritor tan original, libre y necesario que la crítica, no la entregada al intercambio de cromos ni a los intereses creados en palabras de Jacinto Benavente, sino a la genuina, la que se fundamenta en los parámetros de la calidad literaria, desgraciadamente escasa y desbordada, tomará en consideración a ciencia cierta.
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