Existen autores, como José Antonio Fernández García, que tienen la capacidad de manejar con verdadera maestría el arte de componer poesía, orfebres de algo tan complicado como es la arquitectura métrica, una estructura verdaderamente armónica en donde el verbo late sin que se perciba la existencia de ese armazón preconcebido con el que dar cabida al pensamiento, a la emoción, y porque, a la vez, comparten el recurso de lo memorístico como palanca desde la que poner en movimiento todo su universo poético. Y este es el caso, pues en el poemario de José Antonio Fernández todos los recuerdos, la experiencia vivida, el acontecer del pasado, se engarzan como un necesario magma lírico para constituir al poema desde la memoria universalizada, no como un fragmento de la vida del poeta, sino como una realidad transfigurada, tal y como nos enseñó Rilke en sus Apuntes de Malte Laurids Brigge: ”Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas …/… Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra del primer verso”. En el poemario de José Antonio, el arte, su maestría, consiste en hacer posible que la historia no sea un simple acta notarial de la vida del escritor, ni una crónica o una autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de la memoria, de donde van emergiendo recuerdos, imágenes, experiencias: “manos tibias, de caricias y almíbar”, “la soledad del bar a punto de cerrar”, “la ciudad vacía sin el nombre de la amada” o las “sombras del paraíso”. Ese talento en contar las experiencias se hace milagro poético en el instante en que el poeta logra universalizar a los personajes y convertirlos en nosotros mismos; hacer posible que nos identifiquemos con ellos de tal manera que nos lleven, también, a nuestros recuerdos, y nos sanen, y nos rediman, y nos salven. Este es uno de los grandes logros del poemario: la identificación inmediata del lector con el texto, gracias a ese proceso de universalización, imprescindible en la labor del poeta que le faculta para hacer de lo particular lo general, tal y como lo ha expresado con precisión Antonio Enrique: "el poeta es quien, más que mira, ve y, más que ver, elabora lo que mira". En el aspecto puramente formal destaca en la escritura de José Antonio Fernández la perfección formal y rítmica, bajo una inusitada profusión de versos heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos que confieren al texto una armoniosa y equilibrada cadencia, la eufonía necesaria con que acompañar a la voz poética. Voz que se sustenta sobre un lenguaje claro, preciso, entendible y directo. Decía Pound que el poeta no puede escribir algo que no sea capaz de decir en una conversación. Este es el caso de José Antonio, en quien precisión y claridad se dan la mano, haciendo alarde de un tono asequible, estableciendo un mensaje cívico y urbano, siendo capaz de ensamblar, en paralelo, un lenguaje poético profundo, a la vez que absolutamente sensible; una poesía confesional, dotada de un realismo circunstancial, donde el centro del discurso lo componen aspectos y elementos de la más cercana cotidianidad, expresados desde el convencimiento de la claridad, pero elevados a trascendencia bajo la emoción evocadora de la memoria y los recuerdos. “Donde tu nombre apenas se debate” es un poemario íntimo y personal, que transita por los tres asuntos eternos de la poesía, al decir de Ramón Pérez de Ayala: Dios, amor y muerte y que tiene mucho que ver con el posicionamiento memorístico y existencialista del poeta ante la vida y sus acontecimientos, con sus derivadas reflexivas acerca de la soledad, el amor (permanente y constante que transita de manera transversal por muchos de los poemas), la naturaleza y la introspección sobre el ser o el paso del tiempo, y que nos sumerge en los dédalos de la compleja existencia del hombre desde un diálogo íntimo y permanente entre el lector y el autor que viene a demostrar con este texto que es un poeta firme, sólido y sobradamente consolidado, aunque instalado en la necesidad de progreso continuo que toda obra precisa (“Palabra en el tiempo”, decía Machado): “Escribo y borro, y sigue habiendo mil tachones entre un verso y otro. Porque aún hoy -lo confieso- continúo creyendo en el poema inacabado”. José Antonio ha creado su mundo desde la reflexión, tomando como base la realidad en la que viven los seres humanos (amor, muerte, decadencia, esperanza…) y ha creado un mundo nuevo a través de un lenguaje bien cuidado y cultivado. El poeta es un hombre que conversa desde la terraza de su corazón, cuando la tempestad invade su conciencia y tambalea los cimientos de su guarida, desde la que nos invita, en un espacio intermedio entre la realidad y el silencio y al amparo de un lenguaje elíptico, a adentrarnos en un lugar de indagación existencialista: “Soy supervivencia de mí mismo y aún me veo con ganas de discutir con ese alguien que lleva mi nombre y tiene mi misma letra, a pesar de los años”. Decía Óscar Wilde que: “el hombre no ve las cosas hasta que ve su belleza”. Y éste es el caso, pues José Antonio Fernández ha venido para desperezarnos, para decirnos que aún es posible, que el amor ha llegado, que aunque la muerte, la nada, esté presente, la vida, la esperanza es posible: “Entonces surge/ entre las piedras, bajo/ saya fina de arcángel,/ esa certeza donde secundarán/ los bosques, ese verde/ puro y ajeno a la mano de los hombres”. “Donde tu nombre apenas se debate” es, en definitiva, un bello y armonioso conjunto de poemas, donde el candor de la madurez serena, que imprime la distancia, entabla conversación con el recuerdo, con la reminiscencia del erotismo de las relaciones iniciáticas o con la evocación del deseo incontrolado de la adolescencia, a la vez que espacio de reflexión, acerca de las cuestiones eternas que compelen a los hombres, convirtiendo al poema en realidad transfigurada desde el milagro de la evocación de lo vivido que perdura como un sello en el corazón del poeta, para hacer fabulación de lo adyacente y conjurar el milagro, pues, aunque en el tránsito vital casi todo perdimos, albergamos la esperanza, incluso la certeza, de que nos salva la memoria. 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