Estamos ante un libro sumamente curioso e interesante, que forma parte de una de mis especialidades e intereses históricos e historiográficos preferentes. Se trata de uno de los personajes más eximios de la Historia de la Humanidad, en este caso me refiero al político y general púnico o cartaginés Aníbal Barca “el Grande” (Hanni-ba’al. “Quien goza del favor de Baal”. Fue el ‘padre de la estrategia’. Nacido en Cartago (247 a. C.-Gebze/Bitinia, 183 a. C.) Suicidio por intoxicación o envenenamiento. Su ataúd tenía una inscripción que rezaba: ‘Aquí se esconde Aníbal’). Y, obviamente, cuando uno se acerca al púnico, es necesario realizar un análisis sobre que era su familia, siempre muy unida y sin la más mínima fisura. Tenía unos genes familiares preeminentes, pero una patria con dos grupos sociales enfrentados encarnizadamente, sin cuartel: la oligarquía agraria africanista del general Hannón “el Grande”, y los populares o democráticos del general Amílcar Barca, el inteligente y paradigmático padre de Aníbal. De esta fisura se aprovecharían los romanos, mucho más cohesionados socialmente; y, por ello, Roma podría cometer, impunemente, uno de los mayores genocidios de la Historia, eliminando de la faz de la Tierra a la gran civilización cartaginesa. «Su nombre parece condenado. Su rostro apenas se adivina en las vitrinas de un museo. Una nebulosa de olvido envuelve hoy la figura de Aníbal Barca en la otrora Hispania, como parte casi accidental de su postergada historia Antigua. ¿Por qué tal destino para el hombre que osó desafiar a Roma desde nuestra tierra? Desde que pusiera pie en Gadir acompañando a su padre, en 237 a. C., hasta su partida, al frente de su ejército, en 218 a.C., transcurrieron casi dos décadas. Sin embargo, la atención dedicada a este periodo en la vida de Aníbal es insólitamente escasa. De todo este tiempo han debido quedar huellas, unas muchas enterradas y otras resistiendo inclemencias y desprecios. Sí: en Cádiz, en Cartagena, en el Tajo o en Sagunto, entre otros lugares, resuenan aún los ecos de sus sueños y batallas, al menos en el oído de quienes quieren oírlos, impelidos a recorrer los pasos de aquellos que los precedieron y acaso como respuesta a un profundo anhelo de permanencia. Es esta la historia ilustrada de un emocionante viaje cuyas conclusiones reivindican su dimensión hispánica y desagravian a uno de los personajes más fascinantes de la Antigüedad». Cuando el gran Amílcar Barca llega al sur de Spania/Ispania (probablemente por ser tierra de conejos), con una importante carga de desánimo, y bastante ahíto de lo opresiva que estaba resultando ya la atmósfera política de su patria, Cartago, donde la Balanza o Senado de los púnicos ha decidido rendirse a la sevicia o inhumanidad de la nueva y emergente potencia del Mediterráneo occidental, al que ya comienzan, cínicamente, a llamar Mare Nostrum, es decir me estoy refiriendo al SPQR o la Roma Republicana. Cartago ya tenía un pasado, mayoritariamente esplendoroso, de seis siglos de existencia, desde que fuera fundada por una mujer Dido/Elishat (‘la errante’), cuando se vio obligada a salvar su vida, huyendo de su patria familiar, que era la ciudad fenicia de Tiro. Tras derrotar a los colonos foceos de Massalia/Marsella, en la batalla de Alalia (año 537 a.C.), coaligados con los etruscos, en los últimos años, los cartagineses ya eran la potencia dominante del Mediterráneo. Roma, muy inferior a Cartago en el juego naval, se vio obligada a firmar cuatro tratados con los púnicos, en los años a. C. de 509, 348, 306 y 279. Inexplicablemente, para un historiador de Antigua y de Medieval como un servidor, los africanos no intentaron ahogar, como deberían haberlo hecho, a la púber urbe del Lacio. Sea como sea, durante cerca de 300 años, los púnicos contemplaron y calificaron a los romanos como una potencia de grado medio, que no les podría hacer sombra nunca, ¡craso error!, y lo comprobarían con sangre, sudor, lágrimas y genocidio final. “Ello hizo aún mayor el impacto que tuvo en Cartago la derrota de la primera guerra púnica (264-242 a. e. c.), cuyo lance decisivo fue, precisamente, una batalla naval, la de las islas Egadas. En ella, Hannón el Grande perdió la mitad de su flota ante la romana del cónsul Cayo Lutacio Cátulo, y su retirada marcó el final del dominio indiscutido de Cartago en los mares de Occidente. La derrota de Hannón obligó, por cierto, a retirarse de Sicilia al general Amílcar Barca, quien se mantenía invicto en sus posiciones del monte Erice”. Este cataclismo provocó una enorme fractura social entre los cartagineses, divididos ya y para siempre en dos bandos ciudadanos irreconciliables, el de los populares o demócratas encabezados por los Barcidas y el de los optimates u oligarcas de los Hannónidas. Cartago se vio obligado a devolver gratis et amore a los prisioneros romanos, y a pagar a Roma una indemnización bélica económica de doscientos talentos eubeos, aproximadamente unos 200 millones de las antiguas pesetas. Roma, sin cumplir el tratado de paz, cumplió ya el axioma ulterior de Aníbal de que ‘firmaba tratados que nunca cumplía’; ya que, a continuación, se apropió, manu militari frente a un enemigo muy debilitado, de las posesiones cartaginesas en Cerdeña, y, asimismo, renunciar a la isla de Sicilia, incluyendo la capital púnica de Panormo/Palermo; todo ello pasaría a poder de Roma. La potencia del Lacio alentó, entonces, a los mercenarios cartagineses para que se levantasen, por cuestión de salario no cobrados en su totalidad, contra la metrópoli africana, ahogada ya en su dinerario público. “… bajo el mando de los cabecillas Autarito, Espendio y Mato. Solo el genio militar de Amílcar logró, en 238 a. e. c., tras cuatro años de conflicto, derrotar a los rebeldes, salvando a la ciudad en su hora más oscura. Ello le hizo al mismo tiempo acreedor de la gratitud del pueblo de Cartago y de la animadversión de Hannón el Grande y su partido de terratenientes”. El gran Amílcar Barca deseaba, fervientemente, revertir aquella amoral e injusta situación, y ya tenía a su lado a un joven y profesional ejército ciudadano, que se había transformado, en cuatro años de guerra en leal y muy eficaz. Para poder retomar el camino de la economía, se le ocurrió volver su mirada hacia Iberia, donde ya existían asentamientos fenicios, de allí obtendría los recursos necesarios para poder plantar cara y derrotar, ahora sí, a los romanos. Su yerno Naravas se quedaría en Cartago para defender los intereses Bárcidas. Bomílcar sería un eficaz embajador y político. Asdrúbal Janto o el Bello le acompañaría a Iberia junto a sus tres hijos-niños: Aníbal, Asdrubal y Magón, y también iría, más adelante, uno de sus nietos de nombre Hannón. “… en uno de los principales teatros de operaciones de la inclemente lucha de poder entre los dos colosos de la Antigüedad en Occidente: Roma y Cartago”. ¡Magnífico libro! «Ut eo iure quod plebs statuisset omnes quirites tenerentur». 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