Pienso que un buen poema es un instante de vida concentrada en frasco pequeño, como el gran perfume, quintaesencia destilada de miradas, palabras, oídos, tactos, inquietudes y recuerdos, modelados todos a fuerza de estudio, tesón, intuición y sensibilidad. Escribir bien es el resultado subsiguiente a un acopio de lecturas selectas, una práctica adecuada y cierta sensibilidad innata o adquirida; pero escribir de manera singular, especialmente en clave poética, es un bien escaso; es el logro de quienes, además, son capaces de emocionar al lector. Pero en el caso del libro que suscita nuestra reflexión, se une además la excelencia. Un calificativo que reservo para aquellos poetas con mayúscula que afrontan el reto que plantea un mundo moderno insensible, arrogante, embaucador y materialista, con la palabra justa, adecuada, evocadora o balsámica. Frente a tan poderoso señor, la humildad de un compendio de percepciones implícitamente insinuadas; reflexiones morales, deseadas utopías, gritos silenciosos; equidistancia entre dicha y desdicha, pudor y desahogo; conciencia íntima y colectiva génesis de sensaciones, sosiego y meditación que nos reconcilian con la condición humana, aunque sea de forma perentoria. Excelencia y plenitud en este compendio de poemas de José Antonio, tan hondo, tan humano, tan honesto, tan sincero. Con los siguientes versos de uno de los diecisiete libros precedentes al que nos ocupa, reflexionaba este inspirado y prolífico poeta, expectante y anhelante de futuras excavaciones que hicieran aparecer la conmovedora grandeza, sepulta, que presentía velada y vedada por la tierra, y por los olivos, y por la ambición, y por la ignorancia, y por la desidia:
aún nos queda la esperanza, la tierra,
el tacto de la espera en los cartílagos,
el sonido de la historia en las sienes.
Intuía desde el perfil majestuoso de la torre medieval que delimita su recinto, la fastuosidad de los vestigios de la ciudad romana de Ituci, preservados por el lenitivo paso del tiempo y contra la codicia depredadora que la amenazaba:
Sepulta la ciudad
allá en el monte, como una tumba
de cristal bajo la tierra toda, hospedada
en nosotros, hija del tiempo.
Reprimía sentimientos, concentraba ímpetus y meditaba tal vez, en la necesidad de reafirmar con ese pasado glorioso, la necedad de los afanes humanos e inmunizarse así ante agobiante trajín de la vida que anuncia el porvenir con sus diarias derrotas que mortifican el ánimo:
Imperiosa patria
mía y vuestra, y de todos los cadáveres
que habitan el sagrado espacio
de la ciudad sepulta, la desolada
quietud de sus ruinas y hondas galerías,
legado de los dioses y el destino.
Por eso, cuando el arqueólogo retiró la última tierra y el rostro marmóreo del augusto emperador se asomó a la luz con veintiún siglos de retraso, sintió que toda su obra precedente había sido un introito, un magistral ejercicio literario para llegar a la definitiva plenitud en la observación de la belleza y los sentimientos que provoca, a la fascinación por las ruinas y la culminación de su pensamiento más profundo sobre la esencia de las cosas y los humanos:
La tierra nos iguala,
nos devuelve al ensueño
de ser aquello que no fuimos,
de ser lo que seremos luego:
un soplo de polvo y de ceniza.
Contemplando esculturas, columnas, capiteles, tumbas e inscripciones, percibió una sacudida que liberó al fin el frasco de sus esencias poéticas en este breve pero intensísimo libro, aflorando el ímpetu de quien aligera su corazón con la evocación del honor, esperanza, compasión y sacrificio que fueron la gloria de su pasado. Destilando estos versos con el recuerdo de una cultura que puso al hombre en el centro de la vida y le hizo creerse capacitado para comprenderla y acercarse a los dioses a través del arte y su belleza:
Donde callan los vivos y hablan los muertos
en la lengua materna, en su lengua
de siempre, con sus verbos alados.
Con la sensibilidad a flor de piel, viaja con las nubes y el viento a los confines de la historia y no para mirar rarezas y lejanías que nada aportan a nuestra complicada relación con el mundo, sino para ver, sentir y oír la estridente sinfonía del sinsentido y la violencia, multiplicándose desde la edad de los dragones, a través de los siglos, y plasmarlo todo en un poemario sincero y bello, vibrante y musical, dolorido y esperanzado:
Mi patria
son los labios del aire y de los ríos
la luz que el sol ofrece cada día
mi patria
las manos hacedoras de estos campos
la grisura perenne del invierno
el dulce néctar de unos versos
la llama que incendia los amantes.
La atávica seducción de las ruinas no le hace olvidar la esclavitud y la explotación del hombre, ni eludir una reflexión sobre los espejismos de la historia y las alucinaciones de un pueblo glorioso que en el devenir de su delirio llegó a creerse inmortal, como ahora, como siempre:
Maldito sea, Lucio, este tiempo sin poesía,
maldito el artificio que opera de altavoz,
malditos quienes burlan la belleza y la emoción
de vivir intensamente,
el alma de las cosas, su inocencia.
Y maldita también tanta claudicación ante ese horroroso “yoísmo” imperante que arrasa con todo atisbo de nobleza y solidaridad y que le hace exclamar:
¡Alíviame de todos los exilios!
Para concluir, puedo afirmar que este libro, con la intensidad de su emoción, aporta a raudales la verdadera utilidad de toda obra de arte: la de sacudir al lector para hacerle soñar, para aligerarle el corazón, para ayudarle a resistir y para recordarle el valor, y honor, y orgullo, y esperanza, y compasión, y sacrificio, que son las columnas gloriosas que soportan el decoro de la humanidad. Su necesaria eficacia ética y su espléndido y silencioso mensaje, concentrado en algunos versos o poemas, se deberían esculpir en piedra para enseñanza de futuras generaciones:
Volver a estos campos,
contemplar este mar inabarcable,
saberse aire y luz en cada piedra,
vivir en cada nombre otra vida
o abrasarse en la piel de la memoria
cada invierno.
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