Bien sabemos que la violencia entre humanos es tan antigua como la humanidad. Pero cuando sucede a gran escala y se prolonga en el tiempo, más allá de un choque puntual, denota un dramático “signo evolutivo”. Fue lo que sucedió en ese paraje de la Rioja alavesa. Las evidencias en el estudio de las fracturas óseas remiten a una conflictividad prolongada, de muchos meses, o de años.
El estudio de la prehistoria se parece a una novela policiaca. Tenemos las víctimas, pero nada más. ¿Fue un conflicto entre la población autóctona y una etnia invasora? De ser así, los muertos ¿pertenecían a los autóctonos o a los foráneos? Tercera pregunta: ¿por qué se mataron? Se abre otro fractal de interrogantes: ¿Fue una guerra entre una comunidad agrícola sedentaria y otra nómada y violenta, o todo respondió a una causa regional?
Se impone la respuesta más perturbadora: los análisis isotópicos revelan que la mayoría eran locales, lo que se traduce en un enfrentamiento autóctono, entre comunidades rivales.
¿Quiénes eran? Ni íberos ni protovascos, que sólo llegaron a esta tierra entre la Edad del Bronce y la del Hierro. ¿Quiénes entonces? Según parece, una etnia difusa, fruto del mestizaje entre paleolíticos autóctonos e inmigrantes neolíticos procedentes de Asia, los que trajeron a la Península la agricultura y la ganadería.
Los paleoantropólogos se sorprenden ante el “nido de cráneos” hallado en este yacimiento alavés. ¿Un culto mortuorio a los cráneos? A la vista de lo que nos ofrece la actualidad nacional, y nuestra historia -permítanme la ironía- no descartemos la posibilidad política.
Tal vez esa Nido de los Cráneos fue nuestro primer parlamento, o nuestra primera tertulia armada, a imagen y semejanza de las que inundan nuestras pantallas. Han corrido cinco mil años y seguimos igual. Matándonos, eso sí, muy civilizadamente, en nombre de nuestra tierra, de nuestros dioses. O peor aún, de nuestros ciegos chamanes.
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