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"Singladura", de Pedro López Lara

Editorial Renacimiento (2023)
sábado 25 de noviembre de 2023, 11:10h
Singladura
Singladura
Confieso que he añadido hace poco el nombre de Pedro López Lara al mosaico de los poetas madrileños, tal vez porque es autor de edición postpandémica, ya que sus títulos editados se agrupan en los tres últimos años. Conozco a Pedro en persona desde junio de este año. Me sorprendió entonces y pronto la agilidad física y de pensamiento de nuestro autor. Tras las primeras lecturas añadí a tal cualidad otras dos: la de riguroso en el uso del lenguaje y la de cuidadoso y selecto en la disposición de las ideas, de los ámbitos conceptuales con que forja el discurrir de sus poemas. Me apetece aprovechar esta nota sobre la aparición de "Singladura", su octavo título, para darle mi bienvenida a esta familia, a esta secta semipública, que forman, formamos, los poetas madrileños, este ejército de verdaderos y sedicentes vates que tanto consuelo mutuo nos procuramos con las convocatorias vespertinas y las posibles lecturas consiguientes.

Pedro nos trae esta joya-papel, esta Singladura (Renacimiento, 2023), este viaje desde el Tiempo hacia el Tiempo y por el Tiempo hasta sospechar su ausencia. Una entrega que ha tenido impresión austera, rotunda y pulcra en una Calle del Aire de tantas resonancias cernudianas, es decir en la casa de Abelardo Linares, el editor y poeta que tanto sabe de poesía y de poetas (de los que parece no haberse hartado aún). Este es, hemos dicho, su octavo libro, tras haber pasado por premios cercanos, por negros vitruvios, por selecciones y finalistas, por el papel verjurado de La Discreta o el refugio isleño de Elsa López. Un libro que ha merecido reseñas críticas de Javier Olalde, García Cueto y Mateo Hidalgo, plumas que lo tildan unánimemente y con razón de existencialista.

Digo aquí y ahora que Pedro es dueño de una inteligencia patricia, serena en su saber, culta, selecta e inquisitiva. De la que suele hacer uso para lo no conforme. Conozco, por lecturas anteriores, que los poemas nacidos de alguien con esa condición no pueden ocultarla y de hecho los de Pedro no lo hacen, aunque tampoco la exhiben. (Las inteligencias patricias conocen la mesura y la practican). Las inteligencias patricias van y vuelven de las lecturas. Un buen poeta necesita lecturas para ensayar esa pequeña magia de la poesía (que diría Borges). Pedro viene de allí, de lo leído y posado, de lo reposado, pero jamás es deudor de ello, porque ese es el territorio vicioso del culturalismo, el que puede lastrar, y en la mayoría de los casos lo hace, a los poetas que siguen sin filtros tal señuelo.

Tengo para mí que la poesía puede no ser transitiva, puede, pero si es auténtica poesía, quiero decir si habla de lo que importa, jamás es deliberadamente intransitiva. Desconfíen de poemas o poetas que pretendan envolverla, esconderla, en tales formas. Un buen poema, Pedro lo sabe y aquí lo ejerce, debe estar siempre en el filo, digo en el filo, al borde, digo en el borde, de no entenderse, eso aumenta sus significados, multiplica sus interpretaciones y abre posibilidades (piensen en Trilce). Asunto este, el de los límites al borde, que enriquece el poema, porque provoca. Estamos en ese caso. Pero nunca puede ni debe colocar el poema –por mano consciente del poeta– trampas artificiosas, nacidas ad hoc, que perturben o enmarañen al lector. Buscar la afectación del poema en este sentido conduce al engaño. Y el engaño es un delito. Cuando digo engaño no hablo de la auténtica ficción, de la aventura imaginada de la realidad, tan necesaria.

Pedro juega limpio, limpísimo, con sus recursos. Y aunque no trata al lector como cómplice, es preciso decirlo, sus poemas nos abren puertas… posteriores. Y aunque aparecen formalmente cerrados, jamás a medio construir, no están hechos para insinuar, no funcionan como grietas de iniciación, sino que son construcciones levantadas para decir, para interrogarnos ––tanto desde la conciencia como desde el descreimiento–– sobre los universales, sobre los problemas necesarios y concretos: sobre el enigma de la vida, sobre los rubenianos por qué y para qué, sobre el Tiempo con mayúscula, ese que llueve constante y nos empapa de fugacidad. También sobre los imperativos de cómo ejercer, desde la libertad, nuestra obligada convivencia con la vida, con sus rutinas y sus desafecciones. O sobre cuál ha de ser nuestra respuesta moral e intelectual a lo inevitable.

Ya en su primer libro editado, Destiempo, comienza nuestro autor con una declaración programática sobre la identidad del hacer poético y sus posibilidades. Dice: Nunca logra el poema / hincarse en lo esencial. La poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea. Hacer un poema, pues, consiste en remarcar con trazo leve de tiza los bordes del abismo que guarda el enigma. El buen poeta, es el caso, huele la presa, su cercanía y no deja de tejer redes con que apresar los aromas, las voces, las aves, las estrellas o los unicornios que acuden por tales alrededores. Siete libros después, Pedro López Lara, aun con otras palabras, insiste en su advertencia: Busca el poema traducir/ algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y que ahora apenas recuerda…, en el primer poema de Singladura. Escribir un poema es siempre tantear. Tantear la poesía, primero; la existencia y la posible verdad de la vida, después. Un poeta es aquel que está siempre esperando, el que sospecha de los asombros, de los destellos, de la razón. Y espera.

La poesía –lo dicen con sigilo los poemas de Singladura– es recorrer fronteras, filos, limes, las incertidumbres de la penumbra, anotando con precisión (es ahí donde brillan los poemas de Pedro) las rocas y los yacimientos, los árboles, las zonas pantanosas, los prados, las umbrías que, como sombras, hemos hallado en el viaje. Singladura es algo muy parecido a un cuaderno de campo de quien camina con los espejos del conocimiento alerta porque sabe de las inexactitudes, de lo no definitivo, de las sospechas, de las falsificaciones de lo real, e intenta comunicarlas. En el caso particular de Pedro, sin desaliño, sino con aquello que el lenguaje tiene de precisión resolutiva, de tensión, de acero sin adornos.

Dijo Boccaccio que en una ocasión Zeus ordenó trocear en fragmentos diminutos el libro de la vida, que luego encargó a Hermes su reparto aleatorio por vientos y caminos hasta hacer imposible su recomposición, que filósofos y poetas andan tras aquellos errantes pedazos que el viento mueve y la erosión oculta, que los filósofos tratan de casar los que encuentran para hallar un lógico sentido, que hay otras personas que aprovechan cada pedazo encontrado para imaginar a su alrededor nuevos significados, mundos pasados y futuros, que a estos les llaman poetas. Por eso el saber de los poetas es siempre sospechoso. Opuesto y al mismo tiempo complementario del saber filosófico, como argumentaba la Zambrano. De ahí su enorme riqueza, de ahí su perdurabilidad, de ahí los materiales con que construye Pedro López Lara. Dice en su segundo poema: Lo reconozco todo. / Lo vi una sola vez, pero doy fe: / era así todo. Traduzco: encontré un solo fragmento y ya sé cómo es la vida, dice. Aunque intuya la fragilidad de ese saber, ya que en su red extendida atrapa fragmentos tanto de certezas como de dudas. Y eso es ser poeta: buscar y no hallar nunca el “nítido renglón definitivo”, por decirlo con sus palabras. Poeta, y Pedro lo es, es mantener la sed alerta.

Singladura es de estructura continuada, no ha decidido su autor partes diferenciadas que deban señalizarse al lector. Mas no se confunda esto con un poema continuado. La mayoría de sus 65 poemas son de longitud tasada y con tendencia a lo sentencioso en sus soluciones. Sobre todo, cómo es lógico, en su verso final, pero siempre dotados de antecedente, de estructura discursiva. Entre ellos crecen algunos poemas de más largo aliento, que casualmente se resuelven alrededor de la subjetividad del autor, de su particularidad, de su realidad cercana. En oposición a los más enjutos, que atienden más a los universales poéticos, a aquello que objetivamente nos atañe a todos. Así, “Voz paterna”, sobre la capacidad de refugio que mantienen los padres, la infancia. Así, “Tropas entrenadas”, sobre la esencia de memoria que somos, sobre lo imprescindible de la memoria para ser individuo, persona diferenciada. Del ajuste de cuentas íntimo con testigos del pasado se nutren un grupo de poemas que ocupan el centro geográfico del libro, aquellos que parecen provocados por tensiones nacidas en el choque con los otros: la imposibilidad de la franqueza, la pérdida dolorosa (del amor, de la amistad), la necesidad de la regeneración emocional, el levantarse puro del dolor, lo difícil de la dignidad... Tensiones que revuelven. Particularidades, momentos que pugnan por una respuesta, pero que no distraen al hombre, al poeta, de su lugar exacto en el mundo. Lugar que no es otro que el de ser un hombre solo paseando, tasadamente, la soledad del mundo; intentando comprender el tiempo y hallando en la ataraxia la única respuesta convincente al enigma. Dice en el poema “Tu hora”: Si llegas hasta aquí y como yo / no has entendido nada, es tu hora / de afrontar la verdad: no había nada, / no hay nada que entender. Siéntate cerca / y no me mires a los ojos, dame / la mano y duérmete. Se pasa pronto.

A veces creo que es en la indefinición donde habita la esencia de la poesía, de la poesía que, diluida, recorre los poemas de Singladura. Que es la indefinición lo que hace de ella, de la poesía, una realidad inagotable. Alguien dijo: todo lo que puede ser definido puede ser vencido. Y esa es la fortaleza de la poesía, de su tensión hacia lo eterno: la incapacidad del hombre para definirla. A lo más que llegamos a ser capaces es a notar o anotar su ausencia o su presencia. Que no es poco. La poesía es lo más parecido al tiempo. Pedro López Lara quiere que el tiempo y la imposibilidad humana de aprehenderlo dominen la parte final del libro. Ese lobo, el del tiempo, y un hombre, dice, vagan por el bosque, alguna vez se encontrarán; en tanto eso ocurre es posible escribir, contarnos a nosotros mismos (y tal vez a los demás) qué dicen los escasos fragmentos del libro de la vida con que hemos topado. A veces, este es el caso, es preciso dejar escrito nuestro testimonio de lo hallado como reto al olvido que paciente espera.

No quiero cerrar estas palabras, esta noticia, sin señalar dos detalles delicados de Pedro López Lara, con los que se cierra el libro. Uno con los lectores, en el poema “El otro autor”, explicitando sus, nuestras, obsesiones escribidoras. El otro, en “Instrucciones”, con el editor, en recuerdo del buen editor que él ha sido. Valga.

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