Revagliatti monta un laboratorio en el que, con obsesiva minuciosidad, separa los elementos de este absurdo y vuelve a combinarlos, tomando como punto de partida elementos del habla cotidiana: lo obvio, la frase trillada, el adjetivo erosionado por el exceso de uso; apela a la anécdota trivial, al lugar común, a lo remanido y perogrullesco. Con prodigioso ingenio, transforma todos esos elementos en una rica cantera de significantes y significados. Esta materia prima le permite armar un artefacto poético increíblemente eficaz. De este rico inventario de elementos elegidos es, sin duda, la palabra, el vocablo en sí mismo, el principal recurso, el escalpelo con que secciona, extirpa, mutila y modela estos textos.
Como experto que es en este oficio, sabe muy bien el autor, que la palabra, cuando se carga de excesiva precisión tiende a virar hacia el grotesco; aislada, aspirado el contexto hasta el vacío, la palabra precisa se puebla de significados abrumadores, desmesurados, abrasivos. Es así como en el ejercicio de separar las palabras de la profusión de eventos y circunstancias que habitualmente la rodean y la completan, de usarla como un elemento móvil o adecuable, en medio de cierta, muy deliberada, desolación argumental, o de arriesgarla, en un solo texto en sus distintas acepciones, se produce, por desplazamiento, por inversión o por contraposición, una sensación de extrañeza, al revelar sus significados más secretos e insólitos, su más cruda y dislocada versión. Y es esta cruda, dislocada versión lo que Viene junto con – invoco aquí el título y, copiando el estilo del autor, utilizo la frase – estos perturbadores y magníficos poemas.
Esta asombrosa ingeniería demanda una exhaustiva recuperación (¿restauración?) de vocablos de distintos orígenes: jergas de oficios, arcaísmos, habla callejera, lunfardo, y todo territorio hablante. Ejerce sobre ellos una clasificación detallada de sus posibilidades, aprovecha su condición ambivalente de riqueza expresiva y vacuidad, juega con la polisemia, la paronimia y la ambigüedad. A partir de allí nos instala frente a la palabra como sujeto: el yo implícito está, de algún modo, desdibujado tras el protagonismo tiránico de la palabra. Yace a su merced. Sera vapuleado por ésta, especialmente cuando se trata de adjetivos estratégicamente dispuestos para atribuir y al mismo tiempo escamotear cualidades de ese casi siempre conflictuado yo, que es quien predomina en estos textos como persona narrante. Respecto al tema de la persona narrante, creo que se justifica apelar a unos párrafos que utilicé en una reseña escrita hace unos años, sobre otra obra de Revagliatti : “Sin juzgar - porque ese es otro de los secretos que no se puede, ni es necesario, desentrañar – la forma en que el poeta se involucra personalmente en los temas, considerando el uso, como recurso o como verdadera comunión, de la primera persona en la mayoría de los poemas – cuando hay un tercero, en general, es un tercero referido a uno - se percibe una íntima solidaridad, no tanto en el sentido de compartir los variados – y a veces aborrecibles – puntos de vista de los sujetos retratados, sino en el conocimiento profundo, a veces implacable y siempre minucioso de la condición humana.”
Pero estemos atentos: como un prestidigitador nos conduce, con sigilo y sin ninguna inocencia, a una trampa magistral. Valiéndose de la fascinación a la que somos transportados por estas piezas sonoras, dijes visuales, esquemas melódicos, articulaciones de vocablos que tremolan y repican, construcciones que ya en sí mismas constituyen una creación poética de altísimo valor, va colando lo que podríamos considerar una especie de ética antitética: la confrontación, por contraste, con aquellos personajes patéticos, desorientados, desmoralizados, que encarna ese yo que narra, sus peripecias y cavilaciones, sus comportamientos en los que podemos reconocernos o imaginarnos, actitudes que nos retratan en nuestros menos confesables momentos, pensamientos que nunca decimos en voz alta. Porque Revagliatti, como un voyeur, observa y captura conductas, sin juzgarlas, toma nota de ellas con paciencia de entomólogo y con sus matices, sus pliegues y singularidades elabora poemas de una llamativa perfección: certeros, filosos, contundentes, bellos. Y si, también, y sobre todo, conmovedores. Porque se adivina en ellos la mano severa que exhibe sin pudores, la mano certera que describe con fidelidad, la mano amorosa que elabora con comprensión y apenas disimulada ternura.
Viene junto con es, en mi opinión, un libro de poesía que se merece ser leído, pensado y vuelto a leer. En cada lectura encontraremos siempre algo nuevo, algo que nos inquiete o nos ponga en alerta; despejaremos una duda y se nos abrirá otra. En mi caso un libro de consulta, que por un largo tiempo permanecerá en mi mesa de luz.
Alejandro Méndez Casariego
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“Viene junto con”, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2023, I. S. B. N. 978-987-8967-31-8, 112 páginas.