Sospeché, conforme transcurría el metraje, que era la trasposición de una función teatral de enorme éxito. En efecto; había triunfado en Londres y en Nueva York, con el mismo título original del film: A Man for All Seasons (1960) —estrenada en Madrid como La cabeza de un traidor, en 1962, bajo la traducción y dirección de Luis Escobar—. Averigüé, además, que el drama era de Robert Bolt; guionista no solo de esta adaptación cinematográfica, sino también de los libretos de Lawrence de Arabia (1962), de El doctor Zhivago (1965) y de La hija de Ryan (1979); consecutivo y magistral trío de películas de David Lean.
En cuanto a la decisión de Tomás Moro, consiste en la renuncia a todos los cargos públicos —era lord canciller; o sea, primer ministro— envolviendo sus motivos en un elocuente silencio, tanto más clamoroso cuando Moro se abstiene de firmar la carta de petición al papa para la anulación del matrimonio entre Enrique VIII y Catalina de Aragón como, seguidamente, de jurar la ley de Supremacía, que proclamaba el gobierno absoluto del monarca sobre la iglesia de Inglaterra; de facto, su cisma con Roma. Cadena de documentos —ya saben— para dotar a la boda del segundo soberano Tudor con Ana Bolena de una legalidad y de un rigor teológico impecables; o aparentemente impecables, pues ahí se alzaba el silencio perturbador de Moro. Por supuesto, estos documentos constituían los requisitos imprescindibles para asegurar la legitimidad de un posible heredero varón.
La narración fílmica elude algunos detalles históricos de cierta importancia, como la existencia ya de una heredera de Enrique VIII: María Tudor y Trastámara —reina de Inglaterra de 1553 a 1558, y de España desde sus nupcias en 1554 con su sobrino Felipe II—; o bien los menciona pasajeramente, como el prestigio de Moro en las cortes europeas, por su fructífera amistad con las dos luminarias de la época: Erasmo de Róterdam y nuestro Luis Vives, para centrarse en su inquebrantable decisión —o mejor; en su abstinente silencio— por sus profundas convicciones morales cuanto de inevitable repercusión política. Es más; apenas comienza la acción, Moro responde al cardenal Wolsey al exponerle las intenciones del rey:
“—…cuando los hombres de Estado se olvidan de su propia conciencia y no la anteponen a sus deberes públicos, conducen a su patria por el camino más corto hacia el caos”.
Para durante una secuencia posterior y en una réplica a su yerno, y luego biógrafo, William Roper, añadir:
“—.... Este país está trazado con leyes humanas y no divinas; si te las saltases, ¿crees que podrías resistir impasible la tormenta que se levantaría?”
En ese momento percibí cómo la figura del hombre intachable que dibuja el drama de Robert Bolt se había vuelto certero acusador contra nuestro actual presidente del Gobierno en su empeño por prolongar esta magistratura sin reparar en trabas, por quebrantos que ocasione a la nación. Por si me faltaba algo para redondear la pasmosa vigencia para España de este film, encontré las siguientes palabras de Bolt: “Tomás Moro era conservador teológicamente, y eso para mí es una cualidad más. La protesta de un rebelde es sospechosa, pero la de un conservador hay que tenerla en cuenta. Moro nunca pensó que la moralidad era algo de lo que pudiera prescindirse. Hoy día, cuando se enfrentan cuestiones morales y prácticas, es axiomático que la moralidad ceda”.
No en balde, las palabras de Bolt son ratificadas por la presente prelatura de Nicolás Maquiavelo sobre Tomás Moro. Tanto más significativo resulta la preminencia del florentino —anticipador de la “razón de Estado” en Discursos a la primera década de Tito Livio (1517)— y de su póstumo El príncipe (1531) —prontuario para la buena administración del tirano—, sobre su coetánea Utopía (1516), de Tomás Moro; aunque esta alegoría —casi contradiciendo las anteriores palabras de Bolt— sea inspiradora de la izquierda desde sus balbuceos; síntoma clarificador de la manera de ejercer la política aquí, y aun en el resto del mundo, y por supuesto, de la postergación de toda eticidad en el ejercicio del gobierno, por más que se proclame una y otra vez lo contrario con cara de inocente monaguillo. Por lo demás; les apunto esta jugosa comparación para, si tienen tiempo y ganas, profundicen sobre ella con la lectura de las obras citadas, mientras vuelvo a la película de Zinnemann y Bolt; absolutamente recomendable solo por degustar la interpretación de Paul Scofield como Moro o del inmenso Orson Welles como Wolsey. Unas actuaciones admirables y basadas en apenas sugerentes movimientos de pupilas y cambios de entonación, cuyas significaciones son casi un tratado sobre el alma humana. En fin; toda una demostración de cuánto enseña la práctica perseverante de Shakespeare. Disfrútenla cuando puedan, aunque este momento sea, a nuestro pesar, el más pertinente.
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