Aunque el menospreciar el nombre de la nación y hasta la lengua común venga de lejos y no solo por los comineros y continuos conflictos causados por los planes de regularización de los otros idiomas españoles, sino por un complejo llamémosle político. Básteme recordar que durante la Transición quedaba de buen tono utilizar “este país” por España, como si pronunciar el nombre de la nación avergonzase o denotase una adscripción a la recién fenecida dictadura. Y ya pudo el presidente González organizar una exposición universal en La Cartuja y una olimpiada en Barcelona, que estos colosales fastos no consiguieron levantar tal baldón. Es más; se continuaba, en círculos muy morigerados et tres charmant, prestando oídos gustosos a cuanto fuera afear la tradición y la historia patria y, por descontado, su idioma. De modo que cuando se impuso el cambio en la toponimia de las carreteras y de los documentos oficiales para todo el territorio nacional, antes que como reconocimiento y orgullo de que también a los lugares se los denominaba y escribía de forma distinta en las lenguas regionales, sonó a revancha, pues se produjo un ocultamiento borrador de su nombre en español. Naturalmente; fue acogido en los anteriores círculos con untuosa complacencia, al punto que hubo y hay quien hace alarde de tales denominaciones cuando habla en castellano con el empalagoso afán de denotar un supuesto talante democrático e integrador. Es ocioso que les añada que estos individuos siempre suenan a ridículos y a tartufescos, máxime cuando apenas son capaces de pronunciar más allá de alguna frase de socorro en estas lenguas.
El colmo de la petulancia lingüística contra lo hispánico llegó con la propagación desde estamentos gubernativos y, a la par, entre la avispada prensa, del término Latinoamérica —o América latina—, con tal de sepultar la precisa designación de Hispanoamérica. De nuevo obraba y obra aquí esa verecundia por cuanto sonase a español; encima, contra la máxima gesta de la nación —con sus crueldades pero también con sus prodigios legendarios— y con la que España inauguró, además, la Modernidad. Y para mayor sonrojo, cuando esta denominación, como cuenta el mejicano Fernando del Paso en Noticias de un imperio (1987), encierra una paradoja ignorada bochornosamente por cuantos la utilizan como un distingo respetuoso con nuestros americanos: la voz de Latinoamérica no es más que una creación de la propaganda imperialista de Napoleón III en su empeño por apropiarse del istmo centroamericano.
Y si bien todos estos ejemplos no son sino torpes dengues pedantescos, aunque en absoluto gratuitos pues surgen —repito— de un complejo insuperado: considerar todo lo español y cuanto lleve su nombre como reaccionario y desdeñable; resabio, por otra parte, que ha procurado una notoria indulgencia sobre los abusos cometidos en la implantación administrativa y, ante todo, educativa de los otros idiomas españoles en sus territorios. No obstante; cualquiera de estos conflictos por enojosos que fueran han sido superados por la vesánica persecución de la niña de Canet de Mar y ahora por esta farsa de la traducción simultánea de las otras lenguas españolas en el parlamento de la nación. Y señalo como intolerable este episodio más que de bullying, de auténtico cerco social acaecido en Canet de Mar, porque su protagonista era una criatura de cinco años que, aunque no fuese consciente de los extremos de este acoso, ha quedado ya marcada por su despiadada crispación. Y simplemente porque sus padres pidieron que se cumpliese la ley. Pero he aquí que los autores de la fechoría eran independentistas, adscripción política que dispensa de facto el privilegio de la impunidad; como consecuencia, se ha pasado sobre este suceso de insultante discriminación de una forma rauda y sin que conozcamos todavía sanción ejemplar alguna.
Con ser este hecho ignominioso para toda nuestra sociedad, la precipitada y hasta chapucera instalación de los auriculares y de las pantallas en el Congreso de los diputados por mandato de un prófugo de la ley acogido en tierras flamencas, lo supera con mucho, al reducir a la abyección a nuestra democracia; pues su órgano supremo, el depositario de la libre voluntad de los ciudadanos, se ha plegado servilmente —con votación de remiendo incluida— al capricho de un individuo ajeno al mismo y, para más inri, reclamado por los tribunales. Si no es todo un síntoma de que nos hallamos ante el umbral de tiempos aciagos, ya me dirán ustedes cómo debo de calificar al momento.
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