El Académico de la RAE nos ofrece una novela-histórica de una importante lucidez narrativa, sobre un personaje histórico del Medioevo que, es obvio, que goza de todos sus trofismos, aunque para ello haya que seguir reinventado y manipulando la auténtica y prístina verdad histórica de dicho siglo XII hispánico. El Cid Campeador morirá en Valencia en el año 1099. Es indubitable que Rodrigo Díaz de Vivar existió, ¡no cabe la menor duda!, pero como Alvar Fáñez de Minaya, Guillermo “el Mariscal” o Geraldo Sempavor o Pedro Ansúrez o García Ordóñez o Mercadier, entre otros de mayor enjundia y que se me ocurren a vuela pluma, sin ser mucho más destacado que estos, y realizando parecidos comportamientos sociopolíticos o éticos que ellos. Es obvio que tenía un Reino o patria al que pertenecía, guste o no al castellanismo militante, y que era el REINO o CORONA DE LEÓN; existiendo algunas posibilidades, y no minúsculas, de que incluso el primogénito del conde-alférez de los Reyes de León, Sancha I (¡Reina-propietaria de León!) y Fernando I, hubiese nacido en la capital imperial y real leonesa, al contemplar como muy complicado y dificultoso el que su madre se trasladase desde la urbe de León hasta el villorrio de Vivar para alumbrar a su hijo Rodrigo. En segundo lugar, es obvio que: ¡sí tenía un rey!, sumamente reputado, pero que a lo mejor Arturo Pérez-Reverte, que no es historiador, desconoce; y que era nada más y nada menos, que el emperador Alfonso VI de León, buen señor indubitable frente a un vasallo que dejaba mucho que desear en determinados momentos. Y le acompañaban, lo que es prístino en la época, los hombres de su feudo, es decir sus mesnadas. Y, como era lo habitual, aceptaban formar parte de territorios de conquista cristianos o mahometanos; lo que no estaba mal visto en el Alto Medioevo, en la concepción política de los monarcas medievales hispánicos, en: León, Aragón Navarra, Portugal y Castilla. No se puede negar que el Cid Campeador fue y será, injustamente, un mito; ya que desde su muerte se le ensalzó en Castilla, y en la Curia Regia de León no importó ni mucho ni poco, ya que era como todos ellos un noble leonés adscrito a la nómina de los magnates en el Aula Regia de su señor Alfonso VI de León. El subtítulo de la obra, ‘Un Relato de Frontera’, la define, ya que este es el concepto medieval básico referido a los hechos y a los personajes que se encontraban luchando entre los dos territorios existentes, el del norte o Reino de León, sobre todo, aunque sin olvidar al de Pamplona, y al sur los reinos de taifas andalusíes. «El arte del mando era tratar con la naturaleza humana, y él había dedicado su vida a aprenderlo. Colgó la espada del arzón, palmeó el cuello cálido del animal y echó un vistazo alrededor: sonidos metálicos, resollar de monturas, conversaciones en voz baja. Aquellos hombres olían a estiércol de caballo, cuero, aceite de armas, sudor y humo de leña. Rudos en las formas, extraordinariamente complejos en instintos e intuiciones, eran guerreros y nunca habían pretendido ser otra cosa. Resignados ante el azar, fatalistas sobre la vida y la muerte, obedecían de modo natural sin que la imaginación les jugara malas pasadas. Rostros curtidos de viento, frío y sol, arrugas en torno a los ojos incluso entre los más jóvenes, manos encallecidas de empuñar armas y pelear. Jinetes que se persignaban antes de entrar en combate y vendían su vida o muerte por ganarse el pan. Profesionales de la frontera, sabían luchar con crueldad y morir con sencillez. No eran malos hombres, concluyó. Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo duro». El autor realiza un acercamiento novelado e historicista a esta figura del Campeador, pero que sigue reconociendo, lo que no era nada extraordinario sino lo habitual y obligado, al gran monarca de León, Alfonso VI Fernández, como su señor natural. Pérez-Reverte nos presenta al Campeador, como a un gran adalid, que lo era indudablemente, que consigue obediencia y lealtad de sus mesnadas, nada diferente a lo que estaba contenido en el juramento de fidelidad realizado por estos hombres con su caudillo. No se puede negar que la prosa está deliciosamente bien construida, lo que incrementa la facilidad para acercarse al personaje que vivió durante gran parte de su vida en la calle de su propio nombre, en la regia ciudad de León. Arturo Pérez-Reverte ha manifestado, en reiteradas ocasiones, que el personaje de Rodrigo Díaz de Vivar le fascina. También es de agradecer como los diálogos nos hacen muy próximos a los personajes de la obra. Aunque en este caso parece que lo desmitifica, que lucha por dinero y carente de altruismo, pero eso que ofende a tantos cidianos, que no han estudiado su vida medieval sensu stricto, no deberían escandalizarse, ya que este comportamiento no era inmoral, sino habitual en la Alta edad Media, y todos estos condotieros de la época solían, por dinero, pasar al servicio del mejor postor. La documentación que ha sido la base de la obra, es la contenida en el Cantar de Mío Cid. Los personajes femeninos tienen poco predicamento, lo que es absurdo, ya que Jimena de Oviedo, la noble leonesa, tuvo una importancia capital en la vida del Cid Campeador, fue su heredera en la defensa de Valencia, y reivindicó su memoria. “Desde lo alto de la loma, haciendo visera con una mano en el borde del yelmo, el jinete cansado miró a lo lejos. El sol, vertical a esa hora, parecía hacer ondular el aire en la distancia, espesándolo hasta darle una consistencia casi física. La pequeña mancha parda de San Hernán se distinguía en medio de la llanura calcinada y pajiza, y de ella se alzaba al cielo una columna de humo. No procedía esta de sus muros fortificados, sino de algo situado muy cerca, seguramente un granero o el establo del monasterio”. Rodrigo Díaz de Vivar tiene una presencia importante entre los españoles, inclusive influyendo entre los liberales del siglo XIX, que introdujeron la palabra de considerar a los españoles como hijos del Cid, dentro del denominado como ‘Himno de Riego’. Por consiguiente, siempre generará polémica; desde el lado de la historiografía e identidad legionenses, no con muy buena apreciación, ya que su ética, ¡ahora sí!, dejará mucho que desear en la batalla de Golpejara y, sobre todo, en el Sitio o Cerco de Zamora, la gran urbe del Reyno de León. Todos los nombres que aparecen en la obra, forman parte casi de una letanía ya conocida, desde el gran defensor (Minaya) de la reina Urraca I de León, por la que fue asesinado una noche en Segovia, hasta Pedro Vermúdez, Martín Antolínez y Yénego Téllez. En suma, una novela histórica, ahora sobre el Cid Campeador, que puede completar, correctamente, la bibliografía cidiana, pero sin estridencias magistrales. «Romani, Iuppiter Optimus Maximus resistere atque iterare pugnam iubet». Puedes comprar el libro en:
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