A menudo nos complacemos en tacharla como la constitución de los “burgos podridos”, que acuñara con acierto Azaña, mientras olvidamos en ese envite su traumático nacimiento sobre un desengaño más profundo de cuanto pudiera antojársenos: el fracaso del Sexenio democrático, iniciado con La Gloriosa de septiembre de 1868 y muerto en enero de 1874, con la dictadura provisional del general Serrano; remedio de urgencia para sofocar ni más ni menos que tres grandes insurrecciones nacionales: los últimos focos de la sublevación cantonalista, la llamada Guerra Grande de Cuba y la tercera carlistada. Es más; aquella constitución de Cánovas y su restauración alfonsina pretendía, esencialmente, ser un bálsamo, con su componenda turnista, no solo de esta enorme decepción sino de todo el tormentoso s. XIX. Demasiada empresa no solo para una, sino para varias constituciones —como en realidad había sucedido—, pues aún resulta estremecedor sopesar cómo el país había dejado de ser, en apenas un par de décadas, el más extenso imperio del mundo para verse de bruces, desastrado y sin Armada; enzarzado, como consecuencia, en una larga y purulenta contienda intestina, a veces con las armas en la mano, a veces —las menos— en agrias disputas parlamentarias, entre la carcundia tradicionalista y los petulantes egotismos liberales. Y, entretanto, el reino careciendo de lo más elemental: un Estado que lo dotase de solidez a él y a sus recién proclamados ciudadanos, ignorantes en su mayoría de cuantos derechos y deberes comportaba su novedoso status cívico.
Y si aquella constitución apenas alcanzó para aliviar un quebranto tan hondo, menos aún iba a quedarle resuello para digerir el inmenso reto político que impondrá el nuevo siglo: las masas; ante cuya insoslayable presencia ya no cabían los conchabes de casino y los contubernios de sacristía como antaño, sino el lato sufragio universal o las obnubilantes dictaduras totalitarias. Aun así, estirando un poquito por aquí y haciendo la vista gorda otro poquito por allá, aquel documento canovista rigió el país durante 47 años hasta que las costuras le reventaron y llegó, hace un siglo, entre la precipitación y el embuste —como suele acontecer siempre— la dictadura de Primo de Rivera.
Y es que el consustancial pasteleo —por cierto, que ahora vuelve enfático y digitalizado— de aquellos gobiernos, ya no pudo lidiar ni con el expediente del general Picasso sobre el Desastre de Annual, que exponía al escarnio público a los más altos estamentos del reino; ni con el Trienio bolchevique iniciado con la huelga general de 1917 y latiendo en una inflamable tregua por la depauperación de la población agraria, ni tampoco con el pistolerismo barcelonés entre los sicarios de la patronal y la recién nacida CNT, cuya víctima más significada fue Salvador Seguí, el Noi del sucre, asesinado el 10 de marzo de ese 1923; personaje demasiado olvidado hoy —a mi parecer, de forma interesada—, cuando quizás hubiese resultado determinante, por su talante posibilista y su amplio predicamento entre el proletariado ácrata, para la pervivencia de la II República, una década más tarde.
Y llegaron aquellos seis años y cuatro meses de los que aún ponderamos sus inversiones públicas, propugnadas por Flores de Lemus, aunque prefiramos entre divertidos e intrigados sus desavenencias con la intelectualidad; con Unamuno, desterrado a Fuerteventura y fotografiado sobre un camello, o con Valle-Inclán, inflamando los cafés de Madrid con socarronas proclamas; algo natural cuando, en aquellos días, España vivió un estallido cultural sencillamente deslumbrante. Para comenzar, el nacimiento de Revista de Occidente, propagadora de la ciencia y el arte internacionales; seguida de la cristalización del vanguardismo en una nueva lírica, bautizada como Generación del 27 por aquel homenaje a Góngora en el Ateneo de Sevilla, organizado por José María Romero Martínez y auspiciado desde el Ministerio de Instrucción Pública por Gabriel Miró; y en la novela, el giro experimental de Azorín con Doña Inés (1925), casi simultánea a Sin velas, desvelada (1927), de Juan Chabás, o al surgimiento de los epígonos de Ramón con los primeros títulos de Giménez Caballero o Amor se escribe sin hache (1928), de Jardiel Poncela; y qué decir del teatro, con la poética entre heridora y andrajosa de Luces de bohemia (1924)… Y claro, el surrealismo campeando entre las artes plásticas o el reciente intelectualismo femenino fomentado desde la Residencia de señoritas de María de Maeztu, mientras Juan Belmonte asombraba con una nueva tauromaquia al país entero.
Al dictador, que nunca le acomodó todo esto, le crecían los enemigos políticos hasta en su mismo despacho, y un día del invierno de 1930, desgastado, triste y confuso se marchó para morirse en París, esa misma primavera, en un hotel mientras leía una carta. Nos dejó una red de carreteras bastante apañada, unos cuantos pantanos de los muchos necesarios y una exposición universal que monumentalizó la montaña de Montjuic, y claro es, un puñado de jocosas anécdotas que reavivan, de cuando en cuando, sus amarillentas estampas… Ah; y pacificó el Protectorado, lugar que tanto detestaba.
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