A tenor de este lector, “El fabuloso zoológico ambulante” podría definirse como un bellísimo cuento largo, y ni el escritor ni quien escribe, caerían en desgracia alguna sino todo lo contrario. Porque, hay que dejar bien claro, que escribir un buen cuento, como se dijo, como ha llevado a cabo Ramón Alcaraz en este texto de 155 páginas, y mantener el pulso del relato de la manera en que lo ha hecho, es una proeza poco común en nuestros días.
En “El fabuloso zoológico ambulante” hay realismo mágico, simbolismo, grandes dosis de sorpresa, de atracción por lo desconocido, de creación de un espacio mitológico, de un pueblo inexistente con todos sus perejiles, aislado del resto del mundo, deslocalizado -que puede estar acá, allá o en cualquier parte del orbe-, en el que viven, sienten y padecen una comunidad de seres en un ambiente endógeno y singular, circular y propio, sin posibilidad de huida hacia lugar alguno, y en el que no es posible tampoco que participen personas ajenas al suceso que se cuenta y en el que el lector se sumerge, como es lo propio.
En ese mentidero, en esa ficción narrativa, sustentada en creencias singulares y organizado a pesar de todo, porque es lo natural en cualquier rebaño -aunque sea de humanos- desde que el mundo es mundo, llega, de pronto, y tras unas lluvias al parecer apocalípticas nunca vistas, aparece, decía, varado en el lecho de un río cercano, un carromato en principio indescifrable, con dos personajes, un anciano y un niño, cada uno de los cuales más portentoso. Y en rigor, si extraños son los habitantes de este pueblo arrinconado en la nada geográfica, denominado San Antonio, más lo son los recién llegados, los personajes centrales de la trama, que, a partir de esa madrugada, y producto de las contiendas que se cuentan, pondrán patas arriba la supuesta feliz convivencia del territorio.
Porque, cuando lo extraño, lo raro, lo poco o nada habitual, lo que parece inconcebible, lo fantástico o lo sobrenatural en su caso, aparecen en una novela -o en un cuento largo, como se dijo- de la forma en que lo ha hecho Ramón Alcaraz García en “El fabuloso zoológico ambulante”, y además, su escritura está realizada con pulcritud, con perseverancia y terquedad, buscando epatar al lector con lo narrado, estamos frente a una obra poco común que viene a emparentar San Antonio con Comala o con Macondo, y esto son palabras mayores venga a decirlo Agamenón o su porquero.
Por este texto, y cuídese muy mucho de dudarlo sin haberlo leído, caminan en esencia los efluvios que, durante varias generaciones, sembraron narradores de la talla de Rulfo, García Márquez, Carlos Fuentes, Cortázar, Uslar Pietri, Carpentier y otro manojo de especímenes afincados a una forma de nombrar sembrada de hipérboles, de asombros y de espantos, que, además, ocurren en lugares irreales, pero, no por ello inverosímiles en lo literario.
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