Lucien Freud regresa al Thyssen. No le acompaña ese retrato de la reina Isabel II donde la pintó como una desahuciada del West End, con una corona que parece un escarnio y ese rostro duro, carnoso, abotargado. Sí están todos esos cuerpos como apilados a las puertas de un matadero, como se pintó él, con su sexo fláccido al aire, el pincel en alto, dominando a sus presas. “Quiero que la pintura sea carne”. Un “hacedor de carne”, entonces, como llamó Zola a Courbet. Carne vencida, macerada, martirizada. Lucien Freud o el psicoanálisis al óleo, abierto en canal.
Falleció en 2011, como el artista más cotizado del mundo, después de que Roman Abramovich pagara 34 millones de dólares por una de sus obras. Tan indiferente a los honores como a las cotizaciones del mercado y sus tendencias, sus inicios no fueron fáciles. Los expresionistas a la violeta le llamaban ‘El Carnicero’. No les faltaba razón. Freud se encarnizaba.
No menos de un año para cada retrato, meses sólo observando a su modelo. Jerry Hall, embarazada, faltó a dos citas. La venganza de Freud no se hizo esperar: le cambió de sexo. Puso a su cuerpo el rostro de David Dawson, uno de sus modelos fetiche. Pero los rostros siguen rezumando carne. Cuerpos no normativos, cuerpos tumefactos, encarnaciones cadavéricas, la negligencia de la materia vencida y, sin embargo, más allá del espesor de su pincelada, un latido grave, una emoción pulsante, la de la vida en el filo de la muerte.
Ciertamente, nadie más obsceno que Lucien Freud. En este siglo XXI infectado de neopuritanismo, mostrarnos tal como somos resulta intolerable. Lo tolerable es esa otra obscenidad a la moda: acercarse a la feria Arco, allá donde nadie recuerda que la función del artista es desnudar el desorden establecido.
Intensificación de lo real. Pintar la carne desollada para mostrarnos lo que queda del alma. Tanta brutalidad como delicadeza. La transgresión en el arte murió con Lucien Freud. Hoy ya sólo quedan los despojos.
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