Un intelectual de su envergadura (con perdón), académico de la Lengua Española, un “Inmortal” de la Academia Francesa (tan elegante con su levita bordada) por los clavos de Cristo, con la cantidad de epítetos, apelativos y adjetivos, que se nos ocurrirían a ti y a mí para nombrar el órgano sexual masculino (con be, con ce, con uve, con pe, con ch, con efe, con eme) ¡Uf!, nos faltarían letras del abecedario. Y a un erudito de su nivel, se le ocurre llamarle “pichula”. Que tendrá su origen semántico, filológico, lingüístico y lo que tú quieras, pero fonéticamente no es de recibo, tío, ya me entiendes. Suena blando, cursi, mojigato, gazmoño y santurrón.
Comprendo que estuviera confuso y trastornado por el pifostio que montó la Preysler, pero no es excusa para decir en público “que su amor por ella no lo guío el corazón, sino un capricho de “la pichula”. Un tipo tan leído debería saber que cuando decimos amor queremos decir sexo. Y que el amor dura lo que dura dura. Después se convierte en afecto, cariño, complicidad, costumbre o interés. O incluso en monotonía, hartazgo y aburrimiento, sensaciones tan respetables como el más noble de los sentimientos. Como diría Bettina, la criada/amante de Tolstoi “Qué tontos son los hombres de talento”
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