Vino a este mundo un 28 de diciembre, y por eso, además de Pío, le bautizaron Inocencio. Él se reía al recordarlo, refunfuñando, como siempre. Qué inocentada del destino, qué dos nombres para un anticlerical refractario a todas las iglesias y a todos los dogmas, como Pío Baroja. En honor a su memoria nos reunimos la semana pasada en Euskal Billera, en el corazón de la Parte Vieja donostiarra que le vio nacer, una variopinta legión de incondicionales, conscientes de ‘Las agonías de nuestro tiempo’, hijos pródigos de ‘La casa de Aizgorri’, pero también Zalacaínes en rebeldía frente a todas esas ‘Miserias de la guerra’ donde se abrazan, hoy más que nunca, el conformismo intelectual y la servidumbre voluntaria.
¿Qué pueden tener en común Manu Montero, Ignacio Suárez-Zuloaga, Begoña Ameztoy, Iñaki Ezkerra, Eduardo Iglesias y Fernando Savater, entre tantos como nos citamos allá? Justo aquello que me une a Fernando, salvando las distancias y por encima de nuestras diferencias. A tenor de aquel almuerzo, diría que el sentido del humor. Pero no, era lo que había detrás, enmarcado por una fotografía tutelar de don Pío: nuestra incorregible libertad de pensamiento.
En los tiempos que corren, tiempos de acatamiento ideológico y sumisión masiva, tiempos de uniformidad por más que se predique el derecho a la diferencia, atreverse a pensar libremente inspira un temor paralizante. Miedo a volar con alas propias, miedo a disentir del rebaño, miedo a cuestionar los tabús de la tribu y la ideología dominante. O hablas como un militante o te callas. Y así es: no hay esclavo más dócil que el que se cree libre.
Pero, a fin de cuentas, ¿qué es un espíritu libre? ¿Aquel que piensa libremente? Por supuesto que no. El acto de pensar siempre es libre. Incluso en una prisión puedes pensar libremente. Entonces, ¿qué te hace libre? La coherencia entre el pensamiento y la palabra manifestada sin restricciones, por encima de todo condicionamiento doctrinario.
Suena muy solemne, pero es la raíz del Gay Saber y de la Gaya Ciencia, aquella que hace de la alegría -la alegría y el desafío de la libertad- un programa de vida. No transigir con la cobarde conveniencia dejando el coraje para mañana. No digerir la mentira cotidiana por temor a verse excluido. No comulgar con idearios que no admitan el cuestionamiento constante, y hasta la disidencia.
Fue lo que hizo don Pío de palabra y obra, desde su primer latido hasta su última página. Por eso siglo y medio después -qué gran honor le ha rendido el ayuntamiento de San Sebastián, su ciudad y la nuestra- sigue siendo un autor proscrito. Por librepensador, por libertario.
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