Estamos ante una obra de referencia, sobre una cuestión histórica esencial, de la tan manida Guerra Civil entre españoles, ocurrida, como ya es sabido, entre los años 1936 y 1939. Deseo indicar que, como medievalista que soy, el enfrentamiento entre españoles no es asunto que goce de mi dedicación primigenia. No obstante, el acercamiento a este libro me resulta atractivo, por lo novedoso de lo analizado. «La política de no intervención promovida por Francia y Gran Bretaña durante la Guerra Civil Española condicionó decisivamente el acceso a los mercados internacionales de armas por parte de la República. Mientras los sublevados se beneficiaban del suministro y colaboración, más o menos encubierta, de Italia, Alemania y Portugal, las autoridades republicanas se vieron obligadas a recurrir a intermediarios y al mercado negro y, en última instancia, fue inevitable una dependencia creciente de los suministros enviados desde la Unión Soviética. El historiador Miguel I. Campos reconstruye los esfuerzos republicanos para superar, entre julio de 1936 y mayo de 1937, el absurdo estrangulamiento militar dictado por las potencias democráticas. De forma exhaustiva y documentada, se reivindica a los leales servidores de la República, cuyo éxito estuvo a menudo coartado por la desesperada situación bélica y la falta de pericia y conocimiento de algunos de sus enviados, víctimas del oportunismo de estafadores profesionales, traficantes turbios e incluso emisarios oficiales que no dudaron en llenarse los bolsillos. Además, ‘ARMAS PARA LA REPÚBLICA’ reconstruye las maniobras de las redes y agentes de los sublevados y de los espías y diplomáticos de sus aliados para sabotear contratos e impedir por la fuerza muchas de las entregas. Una investigación capital para entender la innegable y decisiva dimensión internacional de la guerra civil española». El ‘ruido de sables’ estaba a la orden del día en aquella España agónica, en la que ambos bandos, ya divididos al 50 %, trataban de desgarrarla, de forma aberrante e inmisericorde. Cuando el 17 de julio de 1936, el intrigante general Francisco Franco Bahamonde, jugador siempre de ventaja y a dos barajas, ya tenía preparadas sus diversas y antagónicas Bazas, ambivalente que era y como pocos, por si una de las manos del juego de naipes fallaba. El abúlico gobierno central republicano, que estaba dirigido por un tísico ciclotímico llamado Santiago Casares Quiroga, gallego asimismo como el general que se iba a alzar, tampoco estaba preparado, ni poco ni mucho, para lo que pensaba que, como mucho, y si se producía algo, sería un, de antemano fracasado, ‘PRONUNCIAMIENTO' del tipo de los del siglo XIX, verbigracia el del general Arsenio Martínez-Campos, para la nueva entronización borbónica del Rey Alfonso XII, y así dar fin a la desdichada Primera República (11 de febrero de 1873 al 29 de diciembre de 1874), aunque ya a priori el general Manuel Pavía (3 de enero de 1874) había dado un golpe de estado, que había acabado con la república federal y alumbrado la homónima unitaria, esta ya bajo la dictadura del general Francisco Serrano ‘el general bonito’. Aunque, ahora, sería todo más violento y mucho más sangriento. El susodicho día de julio, el malhadado gobierno central recibe la noticia de que algo está ocurriendo en la guarnición norteafricana de Melilla; el general Ignacio Hidalgo de Cisneros, luego afiliado al PCE, intentó que el Consejo de ministros se tomase en serio lo que estaba ocurriendo, y solo halló chanzas irresponsables por parte del presidente Casares Quiroga. El telegrama informativo era muy grave, y por ello el presidente dimitió. Le sucedería Diego Martínez Barrios, quien tampoco pudo convencer a su amigo, el general y ‘director del golpe’ Emilio Mola Vidal, sobre que abandonase su acción sediciosa. El nuevo presidente José Giral, amigo del Jefe del Estado español, Manuel Azaña, solicitó, ya en la noche del 18 de julio de 1936, ayuda militar urgente al Primer Ministro, socialista, de Francia, León Blum; entonces el cauteloso gobernante francés consulto con Édouard Daladier y con Pierre Cot, este último ministro del aire francés, y no obtuvo el fruto apetecido. “… no implicaba una demanda de intervención. Se trataba de algo más elemental. Simplemente el que un país amigo permitiera el aprovisionamiento de armas y material, ya fuese procedente de sus arsenales, ya de sus industrias privadas”. El embajador español, Cárdenas Rodríguez de Rivas ya estaba más inclinado hacia el bando de los sublevados, por lo que, comenzó a dar largas a las negociaciones, hasta que recibiese las órdenes claras y pertinentes de Madrid. Luis Jiménez de Asúa, el político del PSOE, escribe claramente que: “(…) con la cooperación de Jules Moch y del modo más legal, puesto que existía un tratado entre Francia y España que obligaba a esta a comprar las armas que precisase para su ejército, entregué yo mismo, en la oficina de compras del Ministerio del Ejército francés, un cheque de once millones (realmente fueron trece) de francos, en pago de fusiles, bombas y demás elementos bélicos que necesitábamos para nuestra defensa”. En vista de las traiciones militares y políticas existentes, sería el socialista Fernando de los Ríos quien se haría cargo, personalmente, de la embajada española en París, mientras que se esperaba la llegada del nuevo embajador Álvaro de Albornoz. El premier británico, Stanley Baldwin, no estaba a favor de ningún tipo de compromiso con la República española, e incluso había presionado y amenazado al presidente francés Albert Lebrun sobre la gravedad de apoyar a España y, mucho peor aún, sobre lo relativo a venderle armas. Sea como sea la cuestión, este comportamiento, inexplicable, del Reino Unido de la Gran Bretaña sería decisivo para que Francia abandonase su primigenio deseo de ayudar a los republicanos españoles. No obstante, también los republicanos cometieron errores palmarios, el más grave de los mismos sería el relativo al casi nulo control que tuvieron sobre el estrecho de Gibraltar, lo que permitió, casi sin la menor oposición, el traslado de las tropas africanas a la Península. Todo se iba a ir deslizando en contra de los deseos, mal organizados y peor planificados, de la República de España sobre cómo conseguir ayuda militar, de lo que se pensaba que eran democracias europeas consolidadas. F. de los Ríos trataría de convencer a L. Blum, el 24 de julio, sobre la gravedad del hecho de que los republicanos españoles cayesen en poder de un golpe militar de signo complejo, pero todo era ya baldío. Estamos ante un magnífico libro, qué recomiendo ya, para rellenar, ampliamente, las lagunas existentes sobre la Historia de la Guerra Civil entre españoles. ¡Estupenda obra! «Ut ab omnibus eum iniuriis dignitas concessa defendat». Puedes comprar el libro en:
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