Será un 20 de julio del año 356 a. C., cuando el monarca del momento en la Europa conocida, el gran soberano de los macedonios llamado Filipo II, reciba la mejor de las noticias que esperaba. Estamos ante otro de los grandes libros de historia de Edhasa, dentro de esa colección que, siempre, debe ser calificada como de cum laude. «Alejandro III de Macedonia construyó un imperio que se extendía por todos los rincones del mundo, desde el tranquilo y calmo Reino de Macedonia hasta el Mundo Helénico, Persia, y en última instancia, hasta la India. Él confiaba en detenerse sólo al llegar al Océano Pacífico, pero todo se acabó antes, con su prematura muerte a los treinta y tres años. De esto hace ya dos milenios, pero sus hazañas, tanto reales como legendarias, han mantenido a Alejandro Magno siempre vivo a lo largo de la Historia. Su legado es, sencillamente, eterno. Pero ¿Quién fue realmente Alejandro en su tiempo? Han sido muchas las teorías y estudios sobre el personaje, pero al fin, en este ensayo biográfico, Anthony Everitt lo juzga conforme a los criterios de su época, considerando todas las posibles contradicciones. Podemos, ahora sí, conocer al príncipe macedonio: naturalmente curioso y fascinado por la ciencia y la exploración, fue un hombre que disfrutaba de las artes y que usaba la gran epopeya de Homero, la ‘Iliada’, como Biblia. A medida que conseguía más y más tierras y veía su imperio crecer, Alejandro mostró respeto por las tradiciones de sus nuevos súbditos y un juicio cuidadoso al gobernar sobre tan vastos territorios. Pero también su vida tuvo un lado oscuro: conquistador empedernido que construyó el imperio más grande de la historia hasta el momento, también glorificó la guerra y fue conocido por cometer actos de notable crueldad. He aquí su biografía definitiva, ampliamente documentada a partir de todos los textos históricos e historiográficos». Estamos ante un rey de los macedonios, Filipo II, que desde los 18 años ya estaba en el trono de Pela. La Antigüedad lo ha considerado un hombre sumamente inteligente, taimado y astuto como pocos, sumamente carismático y, que consideraba, certeramente, que casi todos los hombres tenían un precio. Su trono no era seguro y, aunque parezca extraño, estaba rodeado de enemigos, inclusive hasta dentro de su propia familia, o de su propio lecho marital. En este momento histórico, que hoy me ocupa, Filipo II se encuentra en plena campaña militar. Para alegrarle más, si cabe, la jornada bélica, tres mensajeros que ya estaba esperando, se presentan en su campamento, portando las noticias que resumirían todos sus planes imperiales. El primer mensajero le comunicó, con gran vehemencia, que su amigo y fiel general llamado Parmenión acababa de obtener, sin ambages, una gran victoria contra los inveterados enemigos de los macedonios, como eran los ilirios; pueblo con un importante comportamiento de crueldad. En segundo lugar, otro mensajero le indicó que su caballo, que estaba inscrito para correr en los Juegos Olímpicos de aquel año, había obtenido la victoria en la competición en la que participaba. «Solo los individuos más acaudalados podían permitirse entrenar y atender al mantenimiento de los carros tirados por dos o cuatro caballos, pero la financiación de un jinete capaz de competir en una carrera ecuestre de más de siete kilómetros de longitud constituía, de por sí, un desembolso considerable. Sin embargo, la inversión de Filipo se había revelado rentable, ya que su montura había llegado en primera posición. La publicidad que iba a granjearle ese triunfo conseguiría lustrar su maltrecha reputación». El último mensajero, le produjo el infinito para la obtención de sus planes, ya que llegaba desde Pela, y le anunciaba que su reina Olimpia había dado a luz a un niño perfectamente sano. Estos tres hechos tan positivos para el monarca macedonio le auguraban un futuro pleno de éxitos y, por consiguiente, esplendoroso. El devenir, no obstante, le iba a deparar hechos más inesperados. Los augures le indicaron que este niño regio sería invencible; pero lo más importante consistía en que así su vástago aseguraba la continuidad dinástica. El nombre ya estaba decidido y sería ‘ALEJANDRO’. Cuando fue creciendo, el joven príncipe tuvo la convicción de que el legado recibido era complejo y difícil; y, en ocasiones, hasta envenenado. En su entorno regio, la vida y la muerte se encontraban, en ocasiones, concatenadas. Tuvo que estudiar diversas pautas, para poder reinar con el mayor poder y los más pequeños sobresaltos; esas cuestiones eran: la agreste orografía macedónica que no permitía una coordinación rápida para un gobierno más ágil posible; además, Macedonia estaba conformada por un abigarrado conjunto de tribus disimiles y levantiscas, dedicadas a la caza y a la cría de ganado, solo el trono, en ocasiones, las unía, y tampoco era un valor absoluto; y, la mayoría de su complicada sociedad solía vivir en aldeas, por lo que las poleis eran muy escasas. Macedonia disponía de una gran cantidad de bosques, que permitían la obtención ingente de madera, esto motivaba que siempre estuviera dispuesta para proporcionar la materia prima esencial para la construcción de los barcos macedónicos, algo que era esencial para el comercio marítimo, que ya se estaba incrementando en el mar Egeo; por consiguiente, el transporte de las cargas y mercancías era, pues, más sencillo. Asimismo, la brea o el alquitrán eran materiales que exportaban los macedonios, para el vital calafateo de los barcos. Todos los macedonios vivían para poder satisfacer sus necesidades básicas, inclusive sus propios reyes. Heródoto indica que la propia reina, del momento histórico referido, era la encargada de cocinar los alimentos para la familia real. «Porque antaño aun los príncipes eran pobres en dinero y no solamente el pueblo». Filipo II se mezclaba sin dificultad con sus súbditos, y no era proclive a la presunción o preeminencia, por lo que quienes se acercaban a él solo lo llamaban por su nombre o por el de ‘REY’; y se dedicaba a cazar y a beber con sus compañeros o ‘HETAIROI’. Aristóteles, maestro de Alejandro, y cuyo padre era el médico oficial de la corte macedónica, escribía: «Que la monarquía está situada en correspondencia con la aristocracia, pues se basa en el mérito o en la virtud personal, o en el linaje, o en los beneficios prestados, o en estas cosas y en el poder, es decir, en la capacidad para hacer cosas». Frente a este belicoso y complejo pueblo de Macedonia, se encontraba el de los persas, conformado por unos cincuenta millones de personas, y que se encontraba en plena expansión; su extensión abarcaba desde las costas del Mediterráneo oriental hasta las mismísimas puertas de la India, y desde Egipto hasta la Península de Anatolia. «Un desierto salpicado de oasis». Todos sus pueblos eran gobernados con guante de terciopelo, aunque si se levantaban contra la autoridad del Gran Rey eran castigados con el fuego o la quema sus pueblos, y grandes matanzas punitivas; en suma, Persia era una monarquía militar. Al sur de Macedonia estaban las ciudades-estado griegas o helénicas, siempre ambiciosas y creativas, discrepaban de casi todo, salvo de que la Hélade estaba conformada de una pasta muy superior, genética y cultural, al resto de los seres humanos conocidos en la época; a los que los griegos calificaban, sensu stricto, como de bárbaros. Atenas en la región del Ática, y Esparta en la homónima Laconia del Peloponeso, marcaban las normas al resto. Sobre todo ello gobernaría Alejando III Magno, aunque su prosopopeya regia sería insuperable. Todo este devenir vivencial del rey de Macedonia está relatado, de forma magnificente, en este volumen genial, que recomiendo sin la más mínima reserva. ¡Extraordinario! «Ut placeat Deo et hominibus. ET. Auditur et altera pars».
Puedes comprar el libro en:
Noticias relacionadas+ 0 comentarios
|
|
|