El pasado 26 de Octubre un grupo de barojianos entre los que figuraban las firmas de Soledad Puértolas, Félix de Azúa, Jon Juaristi o Andrés Trapiello, y al que me invitó a incorporarme Iñaki Ezkerra, conseguía que el Ayuntamiento de Madrid reparara esa orfandad dictada por la ciudad que le vio nacer, nombrándole Hijo Adoptivo de Madrid a título póstumo.
Sin duda, existe un Madrid barojiano que raya a la altura del galdosiano. Es el de las librerías de viejo de la Cuesta de Moyano, el galante de ‘Las Noches del Buen Retiro’, o el suburbial de ‘La Lucha por la Vida’. ¿Existe un San Sebastián barojiano? La pregunta quema, no sólo en la parte que alcanza al sectarismo de nuestra corporación municipal, sino en todo lo que va engullendo la desmemoria ambiente, incluida la destrucción de significados enclaves de nuestro patrimonio urbano, como la casa donde don Pío vio la luz o aquella donde se ubicó la imprenta familiar.
Al bisabuelo de Baroja debemos la edición de uno de los primeros periódicos que se editó en nuestra tierra, La Papeleta de Oyarzun. A su abuelo, otro de los pioneros en nuestra ciudad, El Liberal Guipuzcoano. A su padre nada menos que el Iriyarena que celebra toda Donostia en su día grande. Y al inmenso don Pío la universalización de vascos tan singulares como Shanti Andía, Juan Galardi, Martín Zalacaín, entre cien más.
Nadie ha cantado el alma profunda de Euskal-Herria como él. Nadie estuvo más cerca de la gente raíz de este pueblo, de sus montañas, de sus valles, de su mar. En páginas memorables, como las que integran su trilogía de la tierra vasca -de La casa de Aizgorri a Jaun de Alzate-, o como las que alzan su otra trilogía, precisamente la de ese mar convertido en laberinto de sirenas. Sea en euskera o en castellano, difícilmente encontramos en la literatura vasca secuencias y retratos más sentimentales y más poéticos que los que manaron de su pluma.
En Baroja, sin embargo, lo sentimental no desdice su decantación por la aventura, cuyo epítome sería aquel Eugenio de Aviraneta al que dedicó los veinte tomos de sus Memorias de un hombre de acción. Baroja tenía mucho de él, en su rebeldía, en su inconformismo, en su pesimismo, hasta en sus infinitas contradicciones.
Se conoce su aversión a todo nacionalismo, singularmente al carlismo montaraz, paralela al de su paisano, Miguel de Unamuno, y plasmada en su Momentum catastrophicum. Se conoce menos su perpetuo escarnio de la burguesía rampante, fuera en su versión conservadora o en la liberal.
Con San Sebastián tuvo una relación de amor-odio, la propia de un escritor que no se casa con nadie -no en vano fue un solterón empedernido-. Es la misma que mantuvieron otros escritores de primer rango, como Stendhal con Grenoble o Thomas Bernhard con Viena. La misma que, asumida con madurez, desde la cultura, engrandece a las ciudades que saben entrañarla.
Baroja detestaba aquel San Sebastián de “rastacueros y balandristas al servicio de los veraneantes”, a la que imputaba vivir para la apariencia y detestar la cultura real. La misma que vuelve a darle la razón, siglo y medio después, negándole esa Medalla de Oro. ¿Qué dirá un visitante llegado a nuestra presunta capital cultural, al saber que su ayuntamiento le ha negado ese reconocimiento a nuestro escritor más universal?
No obstante, ese mismo Baroja amaba hasta la última fibra de su corazón a la gente humilde, a la del viejo puerto, a sus arrantzales y a sus baserritarras. También a quienes hacían de sus raíces mástiles para proyectarse al mundo, ensanchándolo, conquistándolo o siendo derrotado por él. Así es como en Baroja, de lo particular a lo universal, se aúnan el pesimismo de Schopenhauer y esa redención por la acción que predicaba Nietzsche.
“Maestro”, le llamó Ernest Hemingway, pero no le bastó con eso: pidió ser uno de los que llevaron a hombros su ataúd hasta el cementerio civil de Madrid, el de los ateos por voluntad propia, para gran escándalo de la España oficial. También fue manifiestamente ateo en su relación con el San Sebastián institucional y con sus gestores, como ya hemos apuntado, no siempre nacionalistas. ¿Restringe esa posición su condición de vasco? ¿Se puede ser vasco y librepensador? ¿Vasco y crítico desencantado?
Dábamos por cierto que en este siglo XXI Ajuria-Enea apostaba por un nacionalismo abierto e integrador. Dabamos por cierto que el socialismo vasco, aun rendido a una relación de vasallaje, preservaría la dignidad suficiente para hacer respetar su memoria. El 150º aniversario de Baroja era una buena piedra de toque para demostrar que hemos ido más allá de aquello de lo que se dolía su sobrino, Julio Caro. En tiempos de la Dictadura había una escultura de Baroja en San Telmo. “Cuando en el ayuntamiento tocaba un alcalde carca se mandaba retirar, y cuando cambiaba a uno liberal, se bajaba al desván”. En plena democracia, estamos involucionando.
Fue un socialista, Rubalcaba, quien dijo aquello de que en España sabemos enterrar muy bien. Hoy, los mismos socialistas adscritos al oficio de tinieblas de desenterrar dictadores, incorporan a su gloriosa historia la no menos heroica decisión de escupir sobre la tumba de Pío Baroja.
Puedes comprar su último libro en: