El de Isabel II se atenía a su blasón: “Video et Taceo” -veo y callo-. Pero aún más: me dejo ver para que me crean. Ese era el mensaje, nada más que dejarse ver en la ronda de los gigantes del siglo XX. Ni una mísera palabra para la historia, cero emociones. Nada que ver con el tono elegido por su hijo, Carlos III, ya en su primera alocución. Amor y más amor hacia su sagrada Gran Bretaña -la del Brexit-. Quién regala tanto amor, ¿qué está pidiendo? Que se lo devuelvan acrecentado.
Ah, el amor. Por una americana, Wallis Simpson, Eduardo VIII renunció a la corona. Por otra americana, Meghan Markale, la serie ‘The Crown’ puede tener un final de infarto. El trono de Carlos III oscilará entre esos dos vórtices -entre el peso de su darling mummy y la explosividad disruptiva de su nuera- con un fantasma en el armario, el de lady Di.
Una vez convertida en un melodrama global, la familia real británica carece de un guionista que la exima de morir de éxito. Es lo que sucede cuando degradamos a los ciudadanos en público. Ya no quieren otra cosa: pan y circo, sangre sudor y lágrimas… pero sólo en las pantallas.
La gélida Isabel cumplía con su deber sin regalar sus emociones -las pantallas eran un accidente-. Carlos inicia su reinado haciendo de ambas -pantallas y emociones- un argumento político. A ella le bastaba ser vista para ser querida y creída. Él necesita que le quieran, no para levantar una figura simbólica creíble, sino para estar a la altura de su personaje.
En este tiempo, el de la globalización de la sensiblería, un rey torturado por el estigma del ama de llaves -su madre como la Rebeca de Hitchcock- y por el de su desahogada parentela, lo tiene todo para triunfar y sólo una posibilidad de fracasar. Una monarquía en streaming depende ya más de las audiencias que de los electores. A Carlos II le cortaron la cabeza por una sonrisa a destiempo. Carlos III tiene ya todas sus lágrimas contadas.
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