Ignoro si ha sucedido con toda intención o, como parece, por mera coincidencia, pero ciertamente presentaba algo de celebración de la Diada, aunque carente de las suspicacias, de los agrios desafíos en los discursos y de los pitidos y gritos insultantes que suelen envolver en la actualidad a los actos de esta conmemoración en Barcelona; pues, por el exacto solapamiento de las fechas, lo acontecido en Madrid no podía escamotear un ineludible eco a esta fiesta; sin embargo, en sosegada, en espléndida y, sobre todo, en merecida; ni más ni menos que, tras ciento veinte años desde que el entonces empresario del Liceo, Alberto Bernis, se negase al estreno de La Celestina (1902), el Teatro de la Zarzuela subía a escena esta tragicomedia lírica de ese gran y siempre memorable catalán, que fue Felipe Pedrell; de quien, por otra parte, este agosto, se ha cumplido, bajo el más ominoso silencio oficial, el centenario de su muerte.
Claro que, durante esa misma semana del estreno mundial de La Celestina, también vivíamos casi de tapadillo, por más que lo presidiera el rey, lo que pretendía ser el solemne recuerdo del quingentésimo centenario de la arribada de la nave Victoria a Sanlúcar de Barrameda, una de las más encomiables hazañas de la nación, pues con ella, los dieciocho supervivientes bajo pabellón español y al mando de Juan Sebastián Elcano, acababan de demostrar al mundo entero que el planeta era, tal y como ya se sospechaba muy fundadamente, esférico. ¿Y cuánto ha llegado del recuerdo de esta gesta al pueblo para que la reviviese con, al menos, una pizca de moción? Nada.
En cuanto a Felipe Pedrell pasa por ser el más insigne musicólogo de la nación no solo por la amplitud —ochenta y dos títulos— de sus trabajos de restauración e historia de la composición nacional culta y popular; sino por el valor, por la solvencia científica y, sobre todo, por el germinal carácter de inaugurales, tanto que aún son imprescindibles sus ocho volúmenes de Hispaniae Schola Musica Sacra (1894-6), o sus cinco sobre el Teatro lírico español anterior al siglo XIX (1897-8), o su Opera Omnia de Tomás Luis de Victoria (1902-19, ya en colaboración con su discípulo Higinio Anglés), o sus cuatro volúmenes del Cancionero musical popular español (1917-22). Y en paralelo a esta faceta historigráfica, una actitud tan característica de los intelectuales de aquella España posromántica, que comenzaron a desempolvar y a clasificar, a menudo con más entusiasmo que rigor, la historia patria, y que en el ámbito musical había iniciado su predecesor en la Real Academia de Bellas Artes, Francisco Asenjo Barbieri, encontramos en Felipe Pedrell al jalón imprescindible para el asentamiento del nacionalismo musical, tan en boga en aquella Europa; es decir, mientras por un lado su intelecto ordenaba y disponía el pasado para su recuperación y buena interpretación pública, por otro, también alentó la incorporación de los jóvenes compositores de su época al nuevo gusto imperante en el continente; y prueba de ello es su magisterio —y no solo eso, sino hasta su amistad— con esas tres luminarias de nuestro arte melódico: Enrique Granados, Isaac Albéniz y Manuel de Falla.
No obstante, Felipe Pedrell se sentía esencialmente un compositor —y como prueba, sus doscientas treinta y una piezas—, al tiempo y como nos cuenta su leal defensor, Falla, que palpaba continuamente y con enorme tristeza, que su bien ganado reconocimiento internacional como musicólogo había postergado esta primera y vital vocación creativa a un segundo y desmerecido lugar; de ahí que a la iniciativa del teatro de la Zarzuela debamos saludarla como un homenaje sentido y entrañable a aquel hombre que tanto contribuyó a recomponer un momento cimero de nuestro arte musical: el s. XVI y el s. XVII, sin descuidar el fomento por el cuidado y la conservación de nuestra música de tradición popular, al punto de convertirla en elemento inspirador de los jóvenes compositores de su tiempo. Y, además, esta minusvaloración de sus creaciones no se ciñe solo a su madurez, cuando era toda una eminencia escuchada entre los investigadores musicales alemanes o franceses, sino que comienza muy temprano cuando reparamos en que su ópera más conocida Els Pirineus (1891), con libreto de un personaje de la máxima influencia en Barcelona y en el resto del país, como era Víctor Balaguer, el Liceo demoró su estreno once años, hasta el cuatro de enero de 1902, o que el primer premio de composición de la Societat Catalana de Concerts de Barcelona por su otra pieza más afamada, el poema sinfónico La veu de les muntanyes (1877) —para este certamen retitulado Lo cant de la montanya— no llega hasta 1892, a los catorce años de su composición.
En cuanto a su Celestina, adolece del empeño de Pedrell por escribir el libreto, notoriamente apelmazado y carente de una agilidad dramática que hubiera procurado el brillo de los llamados entonces “temas convergentes” —traslación española de los leit motiv wagnerianos— que caracterizan tonal y melódicamente a cada personaje, perdiendo efectismo e intensidad para el público, con lo que decae parte del valor estético de esta ópera. Con todo, no resta mérito a la iniciativa del Teatro de la Zarzuela por rescatar esta tragicomedia lírica y, definitivamente, estrenarla mundialmente contra su siglo y pico de olvido, y con ello homenajear de una discreta —creo que muy discreta— manera a ese homenot que fue Felipe Pedrell, en el centenario de su fallecimiento.
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