En las pelis clásicas hay un recurso cinematográfico que da mucho juego. Una pareja llega a la habitación de un hotel. Ella susurra maliciosa “one momento please, voy al baño”. Él espera ansioso junto a la ventana. La chica vuelve cubierta con un albornoz blanco. Secuencia de tensa y exaltada sensualidad. Se miran, saben que algo va a ocurrir. Y ocurre. Ella deja caer lánguidamente el albornoz. Está desnuda. Él la mira alucinado. La tía debe tener unas tetas increíbles, pero no te las enseñan. Siguiente escena, beso, revolcón apasionado, etc. Hasta aquí todo okey.
Pero no te equivoques, el objetivo no es mostrarte una escena erótica. En absoluto. Los clásicos eran más sutiles. Se trata de recrear una atmósfera de sorpresa, asombro, pasmo y fascinación. Salvando las distancias, la misma turbadora agitación que sintió la concejala socialista al enterarse que Odón Elorza también iba a saco a por la alcaldía de San Sebastián. Para que te fíes de la familia.
Ya nada es como antes. Ni la política ni el sexo ni el cine. Ahora una secuencia recurrente es que la pareja entre en la habitación arrancándose la ropa a mordiscos. Y cuando la prota va al baño, micciona con las bragas en los tobillos dejando la puerta abierta, por si el chico quiere mirar. Realismo woke puro y duro para naturalizar la “nueva normalidad”. Pero nadie se escandaliza, tío. Estamos muy curtidos en tríos, orgías, melés y camas redondas. Menuda legislatura llevamos.
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