Estamos ante otro magnífico libro de esta editora, sobre un hecho histórico de absoluta novedad, y paradigmático. Los análisis realizados abarcan desde el siglo XIII hasta el XIX. Para un medievalista, como es un servidor, lo realmente interesante es lo que abarca entre los siglos XIII al XVII, y ya con exceso. La contraportada de este conspicuo libro refleja claramente la intención del autor. “Historiar la locura no solo entraña mostrar el desarrollo de la atmósfera emocional y cultural, los criterios sociales que la definen y que distinguen quién está enfermo de quién está sano; supone asimismo desvelar los contextos morales, jurídicos y médicos desde donde se configura la respuesta institucional para estas personas. ¿Cuáles eran los rasgos que definían a un ‘loco’ en el transcurso de los siglos XIII al XVII y cómo variaron estos durante el XVIII y el XIX? ¿Era la locura un genuino problema religioso para la Inquisición? ¿Cuándo se fundaron los primeros manicomios en España, cómo evolucionaron y de qué manera se distribuían los enfermos mentales en ellos? ¿Qué función tuvieron el alienismo, la frenología, el magnetismo o el psicoanálisis en el conocimiento sobre la locura? ¿Cuál fue la política social y legal de los jefes de Estado y responsables de las políticas de salud pública a lo largo de la historia de España? ¿Cambió el concepto de locura en la Restauración borbónica o la República, durante la Guerra Civil o a lo largo de la dictadura franquista?” En todo este resumen se encuentra, de forma prístina lo que se ha pretendido demostrar con este volumen. El primer acercamiento lógico a la concepción historiográfica de la locura en las Españas se puede situar en el otoño de la Baja Edad Media; el 24 de febrero del año 1409, en ese momento histórico el fraile de los mercedarios fray Juan Gilabert Jofré (Valencia, 24 de junio de 1350-El Puig, 18 de mayo de 1417), el que fue canonizado como el Siervo de Dios para los enfermos mentales; lo que aprendió, de forma fehaciente, cuando en los sucesivos rescates realizados (en el año 1218) en los territorios dominados por el Islam contempló, asombrado, como cuidaban los mahometanos a los pacientes psiquiátricos. Ese día y mientras se dirigía hacia la catedral de Valencia, observó indignado como un grupo de personas ridiculizaban y apaleaban a un pobre loco, este desdichado intentaba defenderse desde el suelo. El concienciado fraile se enfrentó a la multitud, la dispersó y protegió al enfermo llevándolo a su convento. El sermón catedralicio, a continuación, fue terriblemente agresivo contra aquellos bellacos maltratadores de aquel indefenso ser humano. “En esta ciudad –dijo- hay mucha obra pía y de gran caridad, empero falta una que es muy necesaria: un hospital o casa donde los pobres inocentes y furiosos sean recogidos. Porque muchos pobres inocentes van por esta ciudad y sufren de hambre, de frío y de injurias. Y como debido a su inocencia y furor no saben ganar ni pedir lo que han de menester para su sustento y duermen en las calles y mueren de hambre y de frío, y además hay muchas personas sin conciencia y sin Dios que los injurian y maltratan, y allí donde los encuentran los hieren y matan y abusan de algunas mujeres inocentes. Y asimismo los pobres furiosos dañan a muchos transeúntes. Todo lo cual son cosas conocidas por todos en Valencia. Cosa santa sería y una obra muy grande que en la ciudad de Valencia se hiciera un hospital en el que tales locos e inocentes se acogieran, de tal modo que no fuesen sueltos por la ciudad y no pudieren hacer daño”. El influjo del fraile mercedario fue de tal calibre que, en poco más de un año, el necesario hospital fue construido. Se puede colegir, por consiguiente, que la reclusión de los dementes de la época la importaría el fraile Jofré del mundo islámico, que cuidaba con benevolencia a sus enfermos mentales. Ya el profeta del Islam, Mahoma, había escrito, sin ambages, en el libro santo de los musulmanes, el Corán: “No confiar a los ineptos los bienes que Dios os ha confiado, pero encargaos vosotros mismos de ellos, alimentarlos y vestirlos y hablarles siempre con un lenguaje dulce y honesto”. En el siglo XII, el judío converso Benjamín Tudela ya informaba de la existencia, en el año 765, de un manicomio en Bagdad. Asimismo existían estas instituciones en otras ciudades agarenas tales como Fez, El Cairo, Damasco y Granada; en esta última urbe nazarí, el manicomio lo inauguraría el emir Mohamed V, ya en el año 1367. “Situado en un arrabal de la ciudad, contaba con un edificio rectangular de dos pisos, un patio central con un gran estanque, pórtico en los cuatro lados y sendas ‘crujías’. Los pórticos y las galerías servían de paseo para los enfermos convalecientes, y en las ‘crujías’ probablemente estaban las enfermerías. Había un vestíbulo de entrada, cuatro escaleras y cuatro salas; una de ellas contaba con una serie de espolones que dejaban entre sí espacios que parecían pequeñas celdas, en las que seguramente se encerraba a los enfermos más excitados. Las diversas albercas y los magníficos materiales empleados en la construcción con ricos mármoles y elegantes puertas, muestran el buen cuidado que se prestaba a los pacientes”. En el Medioevo los pobres o menesterosos eran auténticos hijos de Dios, ya se les consideraba así en las Bienaventuranzas, e imagen de santificación para los plutócratas. Encerrarlos en casas de salud suponía, además, una medida policiaca para evitar alteraciones públicas rebeldes o subversivas. A la cabeza rectora de todos estos hospitales estaba el clero, fundados por obispos o por el deseo imperativo de los monarcas de los Reinos de León y de Castilla, de Portugal, de Navarra o de Aragón. En los pueblos se fundaban bajo los auspicios de los monasterios. Antes de todo ello, y todavía en el reino de los visigodos de Toledo, se tienen noticias fidedignas de que el hospital más antañón se construyó en Mérida-Emerita Augusta, bajo los auspicios del obispo Marona, en el año 589, contando probablemente con dos médicos. Los hospitales medievales eran centros de acogida para los desvalidos, entre los que se incluían peregrinos, enfermos y pobres en general. Las enfermedades citadas en la época se refieren, casi siempre, a procesos febriles: erráticas, tercianas y cuartanas. Los procesos psíquicos considerados eran el frenesí y la melancolía. La hidropesía, los males pestilenciales, el sarampión y la viruela, la lepra, etc. Con este preámbulo dejó indicados cuales son los datos de esta estupenda y axiomática obra, de plena recomendación. «Ut ab omnibus eum iniuriis dignitas concessa defendat». Puedes comprar el libro en:
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