Tiempo de espera (2022), la última obra de José Sarria, nace de la construcción emotiva de un tiempo vivido y de su valor y proyección simbólicos hacia el presente. Un binomio donde la memoria y el edificio vital crean la arquitectura de la emoción. Como ya sabemos desde Antonio Machado, la lírica es palabra en el tiempo, expresión en palabras de lo subjetivo individual, actividad en el tiempo psíquico, no en el estadio impersonal de la lógica, sino en un tiempo personal que solo lo dirime el poeta, a través del pensamiento heraclidio, más que eleático, por cuanto existe una evolución, un proceso histórico al que el poeta no es ajeno. El tiempo del poeta cambia constantemente, la naturaleza también, y, por supuesto, el lenguaje que expresa ese devenir. Todo ese flujo se encuentra en una mudanza permanente y, aun cuando se pueda individualizar la percepción o tener referentes objetivos, el poema está marcado por ese diálogo del hombre con su tiempo, sacándolo fuera de él.
La dedicatoria de este poemario a su madre, nos habla de ese tiempo de espera. Todo el tiempo lo es; en una aleación perfecta, como recordaba Heidegger en su obra El ser y el tiempo, entre el ser ahí del ser que se encuentra a sí mismo, en su mismidad, en su reconocimiento de un pasado que lo configura, un allí que vuelve al presente para ser encendido en su potencia de sensaciones y vivencias. Aunque la axiología de lo temporal marca todo el poemario se configura en su precariedad, en sus fogonazos existenciales, lo inconcluso, los fragmentos rotos a los que alude con la cita de José Ángel Valente. Y ese tiempo transige con cuatro apartados, que en realidad son una detención singular en la construcción de esta gramática de las emociones: “Tiempo de espera”, “La tarde”, “Incertidumbre” y el colofón “Final”.
“Tiempo de espera” lo conforman nueve poemas en los que, como Borges, pretende dibujar el mundo, su mundo, antes de morir, trazando la imagen de su cara. Y en ese tiempo de espera surge el yo poético, con su nombre como “vieja aventura”, con las “cenizas del tiempo”, definiéndose en la metáfora de la voz y el canto azul, en el rayo deslumbrante o en las altas almenas de la noche. Su nombre se identifica con la espera y su tiempo, una idea que pivota el poemario y lo convierte en su ontología metafísica personal, en la que el viaje hacia la Ítaca de Cavafis se convierte en su propia singladura porque también él se hace dueño del mismo, de su misterio, del misterio de la existencia y del amarre de la madurez y la pérdida de la infancia.
Existe una comprensión del ser en el misterio del camino, en los tesoros albergados, pero también en “la necesidad de la derrota”, como un principio capaz de tener un efecto propulsor e inmediato en esta retórica metafísica que nos devuelve a los primeros años y a la razón de un vencimiento.
Como una especie de Prometeo, el yo poético se encarama a la resistencia, como “ser ahí” fundado en la temporalidad, sabiendo que el mundo es subjetivo, un ser en el mundo que palpita en el asombro, el silencio, los naufragios, pero que es capaz de contemplar con claridad visual el silencio de las cosas, la fecundidad del tiempo detenido, tanto como del recobrado a través del color de la evocación, el tiempo sumergido en el corazón de todo lo que un día tuvo su particular vibración interior.
Y a partir de ahí surgen momentos, situaciones, espacios que crean esa posibilidad ontológico-existenciaria mientras se alcanza la eternidad en su detención: “Por un instante fuimos/ eternos, invencibles, inmortales”. Una experiencia de lo absoluto, en el sentido que le daba Bergson, siendo consciente de que lo individual es lo más universal y el tiempo personal el más eterno, y el artificio de la palabra el magma que bucea en lo más pequeño pero “fundante”. Un ser que objetiva la memoria en los pequeños objetos, en su emoción vital para expresar el canto de lo transitorio, su propia sustantividad.
En “La tarde” (diecinueve poemas), segunda parte de este recorrido, se concreta e integra la estructura de su mundo, surgen los espacios objetivables exteriores de la memoria (estaciones, cafés, ciudades, cementerios), y también la proyección, la ascendencia, la sinergia de términos que conforman el ser: la nominación, el temblor, la existencia, la oscuridad, Dios…, y el ser en sí siempre en su permanente definición. Todos ellos van delimitando el yo poético: los andenes como faros encendidos o perfiles de derrotas; Venecia en su simbología de novísimo culturalista incubando aguas y leones alados con su mitología poderosa y el vencimiento sobre el tiempo y sus derrotas; el anciano del café Hafa y la recuperación del olvido en esa reminiscencia que opera como camino o vía para recuperar la existencia; el cementerio de Macharaviaja, con su “catafalco de pretérito vergel” y esa sencillez de recibir la muerte “con el júbilo de quien aguarda algún milagro”. Pero también la redención del tiempo que quedó fijo en la memoria con el Apolo XI y una España bajo la aspereza de la dictadura desmoronándose. Caminos que construyen la identidad del ser, la exégesis de un edificio, “artificio extraño a la emoción”, que nos ofrece metafóricamente “los pájaros del sueño y sus palabras.
Decía Heidegger en el libro citado, El tiempo y el ser, que la constitución ontológica del mundo ha de fundarse en la temporalidad: la condición temporal-existenciaria de posibilidad del mundo reside en que la temporalidad tiene en cuanto unidad extática lo que se llama un horizonte. Y este se halla continuamente expresado también en los pájaros que tiemblan al pronunciar tu nombre o en el vencimiento de la memoria sobre la muerte, en la reparación de lo olvidado en su apariencia, con sus viejas cicatrices y sus acompañamientos y la necesidad de que con el lenguaje, rebelado en la sangre, se defina ese yo poético a través del eco o la bondad de las palabras. Esa inaugural mirada, que no es mirada de muertos, por cuanto al rememorar el olvido lo hacemos vivir, el tiempo en su fugacidad y esplendor lo configura todo con su mundo abierto y su “ser ahí” que rebela la necesidad de su existencia.
Es fecundo en su cultivo y en marcar los temblores de un mundo que rescata a cada instante, incluso en su soledad, y en su pensamiento hacia Dios: “Dios pensó/ que podía tenerme. A fin de cuentas/ a los dos nos embarga/ el mismo miedo a tanta soledad”.
Lejos del correlato de un tiempo que con frecuencia aspira a la nostalgia o con un deje triste en muchos poetas, en José Sarria se muestra profundamente vitalista y restaurador, como res cogitans que aspira a la esperanza cuando se contempla en la alada adolescencia o en el abismo del amor y en la patria de sus deseos, en sus raíces que van creando el concepto de identidad y la casa iluminada: “el café preparado por mi madre”.
En la tercera parte, “Incertidumbres” (cuatro poemas) la interrogación retórica nos advierte de que su mundo no está definido y son muchas las preguntas que necesita hacerse ante la perplejidad de los términos que configuran definitivamente el poemario: palabra, espera, silencio, muerte, olvido y tiempo. Todas formando parte del mismo campo semántico que venimos delimitando como el del poeta que delimita la palabra en el tiempo, que aspira a la mismidad de un yo identificado con el ser que trata de comprender la realidad de su propio pensamiento. Y esto lo inaugura con una cita de Rafael Ballesteros donde alude a esa duda: “Solo en lo simple y humano la verdad./ Y en lo demás, la duda”. Son un rosario de preguntas en torno a los ojos con que se mira el tiempo, la identidad y el espejo, la relación memoria/olvido y sus correlatos en el presente, lo eterno, la muerte y todo lo perecedero, el silencio y las fronteras de la herida… Acaso todas, como recoge en la cita de Borges, sean la misma palabra. Dice Borges: “No estas palabras,/ que son mi pobre traducción temporal/ de una sola palabra”.
Y, como epílogo, en su poema “Final” recurre de nuevo a una cita de Rafael Ballesteros para expresar esta finitud también simple y pequeña si estuvo antes sustentada en palabras como “pasión, duda, existencia, espejo, silencio o luz”.
Todo un corolario de lo vivido, en un poemario de gran altura vital y metafísica donde José Sarria ha construido una “mirada de pájaro azul” que recorre desde lo alto ese mundo que está ahí, en la tierra, pleno de ser y conciencia, abierto a las categorías de su mundo, cuidando de sí, ajeno a la angustia y la agonía, anunciando la profundidad de su logos, de su exégesis temporal deífica.
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