Sos de venir intermitentemente a mi ciudad. Mi esposa, Virginia Zaccaría, con la que estoy casado desde 2001 y con quien tenemos una hija de ocho años, Noelia, es porteña: me incentivó la pasión por el barrio de San Telmo y la penumbra de sus anticuarios; por el Parque Lezama, en el verano; por el Jardín Botánico; por la plaza San Martín bajo la lluvia; por la avenida Corrientes y varios bares del barrio de Boedo, el ajetreo matinal de algunas de sus calles, con sus mercados y pizzerías. Todo eso tiene, como escribiera Jorge Luis Borges, “el sabor de lo perdido / de lo perdido y lo recuperado”. ¿Y el sabor de tu paso por la “bellas” artes? Aludís a mi magisterio inconcluso en la Escuela de Bellas Artes “Luciano Fortabat”, de Azul. Aconteció entre fines de los ochenta y principios de los noventa. Me sentía cómodo, en mi elemento, en un ambiente que aunaba juventud, inquietudes intelectuales, creatividad. El “ambiente”, eso es lo que más me atrajo. No me recibí de maestro, pero moldeé un espíritu de artista, lo que ha sido un punto alto de formación personal, de mayor trascendencia que un título que seguramente no hubiese utilizado. Años, aquellos, que evoco con indulgencia. Aún latía la reciente recuperación —otra vez “lo recuperado”— de la democracia y la libertad, y eso se reflejaba en nuestro derredor, era un arrastre que procedía de los primeros años post dictadura y se prolongó hasta 1991/92, cuando la “convertibilidad” del menemismo nos volvió a cambiar el perfil de país y los debates de la sociedad pasaron a ser otros. Fui, durante mi juventud, de izquierda; luego me entusiasmó el kirchnerismo, hasta que hacia 2010/2011 comencé a decepcionarme, percibiendo cierta cristalización de sus estructuras. Asumí que, en realidad, yo, que creía que era socialista, era un libertario, un ácrata contemplativo, y más cerca de la aridez de lo spenceriano que de ninguna otra cosa. Cumplí con ese postulado que asevera que no ser de izquierda en la juventud es una contradicción biológica y seguir siéndolo en la madurez, también lo es. Hoy me advierto cada vez más cómodo con la moderación y el equilibrio. El Estado se me antoja acentuándose como un monstruo kafkiano que dicta sus sentencias inapelables y herméticas. ¿Y tu infancia? La califico de feliz, signada por la lectura. Aprendí a leer y a escribir en las baldosas rojas de la cocina de mi casa: con tiza, mi madre me enseñaba. Empecé la escuela primaria sabiendo ya leer y escribir. Mientras en segundo grado mis compañeros todavía deletreaban, yo me involucraba con “Robinson Crusoe” y obras de Julio Verne y Emilio Salgari, diarios y revistas, el “Martín Fierro”, cancioneros de folklore de mi padre, diccionarios, el “informatodo” de Selecciones del Reader’s Digest o alternativas “peores” como “La Biblia” o “La divina comedia” en una edición de Montaner y Simón ilustrada por Doré, o misales de mi abuela. Hasta mis doce o trece años tuve buenos amigos. A partir de allí me torné un adolescente taciturno y apático, con sus consecuencias previsibles: el rechazo que provocaba. La educación estatal, bastante estúpida en la escuela secundaria, preparaba “gente práctica” (apuntando a la contaduría, a la ingeniería…); lejos de incentivarme en la vena de la creación literaria, propendía a “avergonzarme”. ¿Hiciste el servicio militar obligatorio? En 1987. En la “colimba” aprendí algunas cosas que no estaba en condiciones de apreciar y que en la perspectiva del tiempo evalúo que me sirvieron: un cierto estoicismo, capacidad de adaptación a los dolores y a la mortificación del cuerpo… Fue un bautismo nietzscheano. Luego mi personalidad, poco a poco, volvió a cambiar y enseguida encontré al escritor: comenzaron los “buenos años”. Visto desde la autenticidad, no exagero si afirmo que los “buenos años” se extienden —pese a todo— hasta el día de hoy. Aunque no lo parezca, soy, a mi manera, optimista; un optimista sólido, porque mi optimismo parte de la crítica de los sucesos y no muere en ella. Juega también la experiencia de vida y el anhelo de reclamar la felicidad como un derecho. No estoy, Rolando, exponiendo una biografía “lineal”, sino que he encarado una crónica, casi periodística, desde lo medular y prosiguiendo con los detalles que lo apuntalan, como apostillas. Mi transcurrir no ha sido extraordinario. Si algún lector de nuestro diálogo esperara toparse con un poeta maldito, o un aventurero a lo Hemingway o un millonario a lo Stephen King o un militante como el último Julio Cortázar, se desilusionaría. Soy un hombre común, que trabaja como gestor y empleado administrativo en la misma oficina (una firma jurídica) desde 1989 y que seguramente se jubilará de eso. Padre de familia, con matrimonio consolidado, llevo una vida “normal”, tengo casa y un indispensable sueldo y pertenezco a la vapuleada clase media argentina. Quizás, por eso escribo. Sira Guedes de Pérez, mi maestra de tercer grado, en 1977, tras leer mis “composiciones” vaticinó: “Carlos Cúccaro va a ser escritor”. Fue la primera vez que oí mi nombre asociado a un oficio. Tuve una profesora de literatura en el secundario, Florángel Turón, que fue la única docente en esa etapa que me incentivó el placer por la lectura. Además de ser una erudita respecto de la obra de José Hernández, puntualmente de los dos tomos del Martín Fierro y autora, entre otros, de un libro sobre el tema, fuera de programa nos leía cuentos de Edgar Allan Poe. Yo me fui imbuyendo de lo que proporcionaba “Humor”, aquella revista que abrió mentes en tiempos de la dictadura: por ella accedí a Mario Benedetti, Cortázar, Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez, Ricardo Piglia, Osvaldo Soriano. Mientras, yo incursionaba con mis primeros ejercicios de estilo, en la redacción de artículos sobre discos del rock nacional. La elección plena de la poesía como canal expresivo data de 1988, en forma paralela al estudio de los movimientos vanguardistas, particularmente con la exploración de la obra de los pintores y poetas surrealistas, el descubrimiento de Antonin Artaud, André Bretón, Tristan Tzara, nuestro Aldo Pellegrini… Y proseguí acentuando e intensificando la direccionalidad de mis búsquedas: Jean-Paul Sartre, Albert Camus, “los clásicos, que en los clásicos está todo” (como me dijo una vez alguien), Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Shakespeare, Cervantes, Voltaire, Descartes, Ernesto Sábato, los rusos, Roberto Arlt, Franz Kafka, Leopoldo Marechal, Carlos Marx, los escritores del “boom”, T. S. Eliot, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Rafael Alberti, Ezra Pound, los franceses, la generación española del ’27, H. P. Lovecraft, Henry Miller… ¿Y tus libros? Procuran entablar un intercambio con el subconsciente del lector. Es probable que, a partir del segundo, cada poemario opere como síntesis de los anteriores, diversificándose, aunque sosteniendo un mismo pulso. Por alguna suerte de organización dialéctica que se va reinventando a sí misma, las primeras preguntas están contenidas en las posteriores. “Los árboles del abismo”, por ejemplo, analizando ciertas sincronicidades, delata mucho de “Blues”. Quizás, el denominador común de mis poemarios recientes sea el de ir un poco a contrapelo de ciertas estéticas imperantes, al partir siempre desde la subjetividad en un “hacia” constante rumbo a lo exterior, en una conexión necesaria como una forma de delinear su propia estética, una especie de post-objetivismo, en el sentido en que la contradicción entre lo real y la mente se resuelve en símbolos propios, donde en ocasiones se trata de subvertir la imagen, para conceptualizarla y trastocarla. “La poesía se escribe siempre / vivir se vive siempre”, ha señalado Roberto Juarroz, una de las grandes voces de las últimas décadas de la poesía argentina (con Hugo Mujica, con Joaquín Giannuzzi, con Alberto Girri). Empezaste a colaborar con publicaciones periódicas un poco antes de que vos y yo nos contactáramos a través del correo postal. Es posible. En 1989 asoman mis textos en el diario “El Tiempo”, de mi ciudad. Que es cuando trabo relación con tres escritores locales de la generación anterior: Gladys Barbosa Ehraije, con quien hice taller durante unos años, Roberto Glorioso y Dante Bustos, el que por entonces se hallaba al frente de la filial Azul de la SADE y del Círculo Literario Mitre, que editaba una revista de circulación nacional. A partir de estos estímulos fui colaborando en otros medios periódicos que a su vez me vincularon con Alberto Luis Ponzo, el primer poeta y ensayista que divulgó algún abordaje a mi obra incipiente, Alba Correa Escandell, Mario G. Linares, Alicia Gallegos, Ricardo Rubio, Susana Cattaneo, Antonio Aliberti, Graciela Susana Puente, Horacio Preler, Ana Emilia Lahitte, y algo más tarde, Hugo Mujica. De aquellos intercambios con colegas y maestros, recuerdo la vivencia intransferible de haber escuchado a Jorge Smerling recitando su poesía. Con el también azuleño Héctor Javier Belecco y otros jóvenes de mi edad, nos mantuvimos ligados al movimiento de revistas literarias a través de la publicación que él dirigía: “Lluvia de Vidrio”. Más tarde co-dirigimos “Dioses del Sótano”: tres números, la vida media de tantas de estas publicaciones. Es después de mi tercer poemario, en franca crisis del 2001, cuando percibiéndome con mayor madurez creativa, opté por armar una pequeña estructura independiente: Callvú Leovu Ediciones, desde la que fueron socializándose los tres libros siguientes. El último, prologado por Ricardo Rubio, apareció en su sello, La Luna Que. Mi octavo poemario, “Desnudos”, aparecerá a través de Editorial Azul. ¿Y tus otros intereses? Me considero un melómano fervoroso del tango, el rock, la música clásica, el jazz… Y entusiasta de las artes plásticas y el cine. En “Los árboles del abismo” hay un poema inspirado en Thelonious Monk; en “Luciflor o la sangre”, una serie de textos concebidos a partir de libros y cuadros de contemporáneos. Soy futbolero: sanlorencista por herencia de mi padre, de pibe simpaticé con el River Plate de Ángel Labruna, en los setenta (todos somos hinchas de un segundo club…, al menos si nos apasiona el fútbol como arte). Soy también espectador de boxeo. Mi único vicio que ha quedado en pie es el del tabaco en pipa. Utilizo bastante las redes sociales, no reniego de la tecnología, aunque mis mejores compañías han sido y seguirán siendo los libros. Mi paso por el periodismo y los medios de comunicación se desarrolló más o menos así: entre 1988 y 1989 fui redactor de informativos en Radio Azul. A mediados de los noventa retorné en varias FM conduciendo micros de crítica literaria. En 2004/2005 llevé adelante el programa “Café de las Artes”, por FM Del Pueblo, que obtuvo su repercusión: allí intenté poner en práctica recursos de los innovadores de la radiofonía, como el manejo del “tempo”, los énfasis y los silencios a la manera del peruano Hugo Guerrero Marthineitz. Acerté menos en esta pretensión que en los contenidos del programa. Y en simultánea difundí innumerables artículos en diarios y revistas. Azul es… …una ciudad rara por sus características de “ciudad culta”, pese a su reducida densidad demográfica. Posee la más importante colección de ediciones del Quijote fuera de España, en la Casa Ronco, que perteneciera a un mecenas bibliófilo: el Dr. Bartolomé J. Ronco; la preservación de este patrimonio le valió la designación de “Ciudad Cervantina de la Argentina” por parte de la Unesco y la realización del Festival Cervantino anual. Azul tuvo su filial de SADE (la que debería restablecerse), es centro administrativo, cabecera de departamento judicial y centro productor esencialmente agrícola-ganadero, con carreras universitarias y considerable clase media, parte de la cual conforma un público numeroso para las expresiones artísticas. Como contrapartida, una larga historia de oportunidades desaprovechadas de desarrollo y apertura en todos los ámbitos. Por mi parte, a la manera de un heterónimo de Fernando Pessoa, encuentro en su rutinaria tranquilidad, en sus fácilmente observables crepúsculos sobre casas bajas y arboledas, un sitio pacífico para las perplejidades del pensamiento, que luego, a veces, se trasforman en creación literaria. ¿Escribiste cuentos, relatos? Tengo una carpeta entera, guardada en mi escritorio, llena de cuentos. La mayoría es de larga data. En ellos abundan seres atormentados, demasiado parecidos al Meursault de “El extranjero” de Albert Camus. En los últimos años accedí esporádicamente al género. Me he prometido sentarme algún día a leerlos y ver si este “corpus” de obra narrativa no envejeció mal y si, junto con algunos de los trabajos más recientes, tiene, en consecuencia, el perfil necesario como para vertebrar un libro. Con la prosa me llevo bien, tan bien como con una dama digna de respeto. Cordiales relaciones donde no falta alguna aviesa mirada equívoca. Pero con la prosa (particularmente con la ficción) me comporto como un caballero y me niego a perderle el respeto. Alguna vez me han señalado como “un buen crítico”. De hecho, he escrito comentarios de libros para revistas y diarios (“Tráfico Cultural”, “Maná Azul”, “Dioses del Sótano”, “El Tiempo” …), y algún prólogo. La crítica literaria me interesa, aunque para abordar, por ejemplo, una obra de largo aliento, debería encontrar un objeto de análisis lo suficientemente motivador. El tema con la narrativa ficcional es que consiste en “conducir” al lector a su rol específico de una manera distinta que en la poesía. Hay que apuntar, de alguna manera, un poco más a su costado analítico. El lenguaje narrativo denota y no connota, por lo que es necesario estructurar conscientemente una construcción donde lo que se comunica sea precisamente lo que se quiere decir, como base de una historia determinada, y a partir de ahí diagramar el resto del juego. Admiro en esto al mal llamado “genero policial” que inauguró el gran Edgar Allan Poe con su C. Auguste Dupin en “Los crímenes de la calle Morgue”, y que explotaran tan bien Sir Arthur Conan Doyle, G. K. Chesterton y nuestra dupla Borges-Bioy Casares. ¿Qué desnudan, a quiénes, tu próximo poemario? ¿Qué tipo de “prendas” retiran? “Desnudos” es un título para jugar con su doble acepción, en tanto que sustantivo y adjetivo. Los “desnudos” pictóricos de Paul Gauguin, por ejemplo y la “desnudez” del poema en su despojamiento, y el “te enterraré desnuda” de Roque Dalton. En la “desnudez” como metáfora busco una dualidad pulsional, una dualidad Eros–Tánatos, la velada comprensión de la desnudez primordial que acecha en el nacimiento, en el orgasmo, en la muerte. Es un libro de primordialidades, a contraviento de una época de atavío, de fetichismo del adorno y de la máscara. Es necesaria la desnudez. Recuerdo unos versos de “Los árboles del abismo”:
“Es necesaria la desnudez.
La desnudez más roja.
La desnudez y el crimen.
Sólo así valdrá la pena haberle robado palabras a la incertidumbre.”
Con su artificio y pese a su ropaje entre surrealista y —hasta a veces— con toques de exteriorismo, creo que mi poesía nunca va a poder deshacerse de esa metafísica de lo elemental, de hablar sobre cuatro o cinco instancias capitales de la existencia. No escribo desde lo alegórico o desde lo coloquial o anecdótico…, no soy yo en ese terreno. ¿Qué opinión te merecen las poéticas del indio Rabindranath Tagore (1861-1941), la española Rosalía de Castro (1837-1885) y el salvadoreño, ya por vos mencionado, Roque Dalton (1935-1975)? La pregunta, Rolando, parece conectar con el eclecticismo de mis lecturas. Soy un lector omnívoro. Lo aparentemente disímil suele tener un sutil vaso comunicante en el universo del arte. La de Tagore es inmensa, oceánicamente espiritual. Me produce cierto vértigo esta característica de su poética, algo parecido me sucede con Whitman. Es algo maravilloso que yo no sabría hacer: hilar largamente un texto en base al decurso de un sentimiento, por ejemplo, el amor imposible o la nostalgia de la infancia. Comparando a los tres, si tuviera que elegir, presiento que envejeceré acercándome cada vez más a los ecos de Rosalía, a su poética que vino a engendrar parte de la moderna poesía española de fines del siglo XIX proyectándose hacia principios del XX (más allá de llevar ese estandarte de la belleza de la lengua gallega). Símbolo y “saudade” hay en Rosalía de Castro, en ese canto a la tierra, en el eco pueblerino de su carnadura, en la alegoría velada de sus rumores de mar y de sus lutos. Roque Dalton, por su parte, es la justa medida de su tiempo. Hoy nadie podría escribir como él sin sonar a hueco o falso donde él sonaba admirablemente: y esos tañires nerudianos…; hace un rato hablé de “Desnuda” (texto inevitablemente evocado en mis “Desnudos”), quizás uno de los poemas más bellos de su obra. Hablemos de la poesía que irrumpe y se va estableciendo en el siglo actual. ¿Qué es lo que ves, qué autores te seducen y a cuáles resistís? En mi etapa formativa el neobarroco era una especie de evangelio canónico, hoy superado por las nuevas generaciones. Se ven cada vez más poetas jóvenes que redescubren el objetivismo, la posibilidad de dotar de contenido poético a la realidad más prosaica y externa. Claro que esta suerte de “varita mágica” del poema no siempre funciona bien ni siempre sus resultados son óptimos. Advierto poetas jóvenes que escriben cosas interesantes, aunque demasiado parecidas entre sí, cuesta encontrar una voz destacada y única. Es posible que las nuevas poéticas, desde el discurso, tengan que ajustar su postura acerca del posmodernismo como realidad que atraviesa la época, si se escribe “desde” o “contra” la muerte del significado. Hasta ahí mis resistencias. En cuanto a autores nuevos que me seduzcan, me voy a limitar a nombrar a alguien que, aunque muerto, es el más contemporáneo de todos y que podría considerar como el “padre literario” de los poetas de la generación posterior a la mía: el chileno Roberto Bolaño. Aunque falta perspectiva temporal en estas afirmaciones. ¿De qué modo no te das por vencido con un poema que no termina de conformarte? ¿Recordás en este sentido alguna curiosidad que te haya ocurrido? Soy un obsesivo de la reescritura. Para mí un poema está en constante proceso de ser reescrito. El punto final de un texto es una decisión que termina por mostrar un estadio de la obra, que se torna así fluctuante, maleable, quizás peligrosamente maleable. Trato, consciente o inconscientemente, de aplicar criterios de composición sistemática, tomados prestados a la plástica en mi poesía, que tienen que ver con el equilibrio de “tonos” y la necesidad de que “el ojo” —en este caso— del que lee, recorra toda la composición para ir a desaguar precisamente en ese punto de conjunción del poema. Esa culminación conceptual —enmascarada o no— que todo poema tiene. Hay, claro, previsibles anécdotas acerca de textos interminables: por ejemplo, haberme presentado a retirar un premio con una versión totalmente disímil de la premiada ya que el proceso de corrección había avanzado incontrolablemente. Leo en cualquier sitio, pero no escribo en otro sitio que, en mi casa, no me inspiran los hoteles, los trenes o los bares. Amo el silencio como complemento necesario para que fluya lo que hay que decir. ¿Qué da a conocer el arte? ¿Cómo acceder a lo desconocido? ¿Qué escritores te iluminan —acaso hoy, más que ayer— en esa dirección? La primera pregunta está íntimamente ligada con la segunda. El arte nos pasea por senderos desconocidos, por otras dimensiones de lo humano. Por obsesiones, miedos y profundidades de lo innominado. Trato de leer autores que hayan atravesado los rigores de este proceso y hayan logrado superar la barrera de la incomunicación que acecha siempre en todo objeto artístico. Y si no lo lograron, analizar las causas posibles. Me iluminan los de siempre. Quizás hoy más que ayer los de siempre: los clásicos. Los probados en la ardua tarea de plasmarse en la obra. No soy de leer mucho las “novedades” literarias ni a los autores de moda. Si estás angustiado por no poder comunicar, siempre es bueno volver, como si se tratara de un oasis, a Miguel de Cervantes, o a Jorge Luis Borges, o a Shakespeare: releerlos y volver a nutrirse en ellos, sin que haya otros secretos. ¿Cómo te llevás con la niebla o la bruma, y cómo con los relámpagos y los rayos? ¿Cómo con las heladas, la canícula, el viento huracanado? La bruma y la niebla me dan una inexplicable sensación de pertenencia, que asocio, claro está, con inviernos a los que se resiste por medio de la lumbre, el humo del tabaco, el vino… La poesía y la música se oyen mejor en un entorno de niebla y de bruma. Los relámpagos y los rayos no tienen tal virtud, pero suelen ser necesarios para equilibrar y limpiar. Las heladas, tanto como la bruma, son para vivirlas en los refugios, al igual que el viento huracanado. La canícula suele desatar mi lado hedonista, no sufro el calor y lo percibo siempre como una atmósfera de liberación de las represiones de la gente, las chicas con la desnudez a flor de piel, la sombra refrescante y el sol en un vitalista diálogo de intensidades…; en verano todo es más frívolo, más deliciosamente mundano. ¿Con cuáles de las siguientes consideraciones te sentís más próximo?: 1) Umberto Eco: “Yo definiría el efecto poético como la capacidad que exhibe un texto para continuar generando lecturas diferentes, sin ser consumido nunca por completo.” 2) Kato Molinari: “La poesía es un estado impreciso, intenso y sobre todo propicio.” 3) Hugo Gola: “En un instante de inspiración o gracia, o como quiera llamársele, que viene más allá del lenguaje y que no tiene que ver con él, las palabras comienzan a ordenarse, a organizarse para crear una forma. El poema es esa forma.” De las tres, la de Eco, sin duda. Tal como te dije recién, la obra no termina de escribirse nunca. Ese concepto de “apertura” de la obra me induce a recrearla y profundizarla como un todo cambiante, proceso que va direccionado hacia el gran actor: el lector. El lector que “es” porque lee, retomando una idea de Ricardo Piglia sobre Robinson Crusoe leyendo la Biblia en un ensayo imperdible: “El último lector”. Con respecto a la “inspiración” no la concibo tanto como un “estado de gracia” sino más bien como un instante de ruptura entre lo consciente y lo inconsciente. Tendríamos entonces que la inspiración no sería tal, sino que se trataría de un proceso auto exploratorio del autor que podría, inclusive, sistematizarse a fondo en caso de considerarlo necesario (y me acuerdo de los juegos “paranoico-críticos” de Salvador Dalí). Hay veces en que el mensaje poético se encuentra distante, muy distante, de la forma, que se resiste, y el poeta está llamado a vencer esa resistencia y a crear los atajos necesarios. En los pliegues de todo ese proceso subyace el acto de la creación. ¿Tenés, has tenido sobrenombres, apodos, hipocorísticos…? ¿Te agradan, te agradaban? ¿Les has puesto sobrenombres a algunas personas? Siempre me han llamado por mi nombre de pila; mi primer nombre es Carlos y mi segundo nombre, Juan. Mi padre se llamaba Juan Carlos y supongo que me bautizó con el orden de los nombres a la inversa para darme cierta identidad propia. Él era empleado público y un “peronista de Perón” sin nada de fanatismo, de aquellos cuyas infancias transcurrieron durante el primer peronismo, y que para muchos de ellos no meterse en política y ser peronista era casi lo mismo. Sé que Carlos es por Gardel y Juan por Perón. Volviendo a los sobrenombres, estimo que no he sido considerado un sujeto interesante para bautizarme con ellos, y menos con aquellos derivados de animales, juegos cacofónicos, características físicas… Recuerdo que hace poco leí un artículo atractivo sobre los apodos de los presidentes argentinos. Convengamos que tenemos un pueblo con un talento especial para esto. Otra cosa no se puede decir del ingenio colectivo que bautizó a José Félix Uriburu, nuestro primer presidente de facto, como “Las ocho y veinte”, por el dibujo que en su rostro trazaban sus bigotes…: creatividad popular en estado puro. No soy de colocar sobrenombres. Me encantan, eso sí, algunos nombres ficcionales como “Juntacadáveres” o “El Rufián Melancólico”, por ejemplo. Rodolfo Walsh supo aludir a sus “perplejidades íntimas”. Las habrás advertido, detectado. ¿Compartirás alguna con nosotros? En ese sentido yo hablaría de la finitud, la íntima angustia, unamuniana, de que en algún momento este conglomerado de recuerdos, sentimientos, ideas, apetitos, goces, miedos y tantas otras cosas que constituyen mi conciencia, ese todo, algún día dejará de ser, para diluir mi “yo” y dispersarse en la nada. Quizás se la pueda catalogar de “íntima” puesto que casi no hablo de esto, pero juego con insistencia en torno a especulaciones cercanas al “dato capital de la muerte” (como escribiera Macedonio Fernández) y sus conjeturas de inexistencia y existencia. Esa sería una de mis “perplejidades íntimas”, o como diría yo —un poco bromeando—, mi “dasein” poético. Una problemática a la que no me refiero específicamente pero que sí aludo de manera constante en mi cotidianidad y —fundamentalmente— en mi obra. No sé si, en el fondo, mi obra trata sobre otra cosa. ¿Hay postres, guisos, sopas, comidas de tu niñez o adolescencia que te encantaban y que, sin embargo, por alguna buena o inexistente razón, no hayas vuelto a comer? Me gusta cocinar y cada tanto trato de hacer un “revival” de ciertas salsas que mi madre me preparaba en la niñez. No obstante, en mi adolescencia y primera juventud maltraté bastante el cuerpo, así que ahora cuido mi función hepática y no pruebo casi el alcohol, por ejemplo, salvo en circunstancias excepcionales; como dije antes, el tabaco es el único “inocente” vicio que me queda. De vez en cuando, por una cuestión de herencia, practico con alguna buena salsa italiana (una “putanesca”, con anchoas y especias, una “scarparo”). No he vuelto a probar algunas joyas de la cocina materna como el pescado al horno gratinado, que a mí nunca me saldría con ese justo equilibrio de sabores. Fuera del área de lo artístico, ¿a quiénes admirás? Podríamos decir que la admiración es ese sentimiento de acercarse, a través de algo o de alguien, a lo inefable. Por debajo del amor y por encima del afecto (aunque muchas veces complementaria con ellos), la admiración es la comprensión de que se puede franquear lo que el mundo tiene de mediocre, y encarnar la idea de trascendencia en una persona, en una obra, en un ideario, en un estilo. Ya hace tiempo que dejé de admirar a personajes históricos o referentes ideológicos de los cuales sólo queda en pie, para mi punto de vista, su analizable costado humano, contradictorio y (obviamente) literario. Fuera de lo artístico quizás admire a un puñado de seres que también son artistas en lo suyo: algunos anónimos laburantes, a mi hija en lo lúdico de su inocencia, a mi mujer por apuntalar consecuentemente a lo largo de estos años a un tipo difícil como yo.
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Azul y Buenos Aires, distantes entre sí unos 300 kilómetros, Carlos Cúccaro y Rolando Revagliatti.
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