No obstante, como me sucede con todas las elecciones actuales, me ha costado algún tiempo averiguar, además de los porcentajes, las cifras absolutas de la abstención en ambos departamentos, cómputo que, con los votos en blanco y nulos, me parece imprescindible mostrar adjuntos al guarismo de votantes posibles y al obtenido por el vencedor, para constatar con toda exactitud, en primer lugar, el aprecio de la población por esos comicios, y en segundo, si los indiferentes superan —como suele suceder en nuestro país en casi todas las elecciones— a los votos cosechados por la candidatura vencedora; o lo que es lo mismo: cuál es la adhesión real del pueblo a esa elección. Es más; sospecho —no sin cierta malicia— que, de generalizarse entre los ciudadanos una lectura así ante cualesquiera comicios, rebajaría mucho los humos y hasta nos evitaría esas enfervorecidas y estúpidas proclamas de las noches electorales como la de “los españoles han hablado”; en suma, reviviría de algún modo el siempre higiénico memento mori de los triunfos romanos.
Claro que por la creación de costumbres sabias y nada hipócritas como esta, cuanto concierne a Grecia, a Roma y a su preclara hija, la Filosofía, resultaba tan incómodo para este gobierno y para sus predecesores que arrinconaron las asignaturas que las impartían en el Bachillerato y se inventaron —con la excusa de la Religión— una putrefacta alternativa para substituirlas en el momento oportuno, llamada “Educación para la ciudadanía”, no sucediese que algunos avispados alumnos, ejercitándose en la traducción, descubriesen que, en lugar de bajo una democracia, vivíamos bajo una sinarquía, forma de Estado, por otra parte, muy estimable pero, a todas luces, distinta.
Sin embargo, esta es una revista de artes y literatura y había comenzado este par de páginas con la excusa de las recientes elecciones presidenciales francesas para hablarles de un par de películas que obran heridoramente sobre esa coyuntura y en absoluto para enfangarme en el albañal de la política patria; me refiero a Los miserables (2019), de Ladj Ly, y a Arthur Rambo (2021), de Laurent Cantet. Films que tratan de manera diferente y, no obstante, admirable una novedosa y trágica circunstancia existencial: la del joven ciudadano, surgido y casi atrincherado en los suburbios de las macrourbes francesas, que sin sentirse francés, tampoco es africano aunque su tipo racial así lo señale; nieto o, a veces, hijo de emigrantes, pero desengañado del sueño que atrajo a sus ancestros a la pacífica y bien nutrida metrópoli, porque se ha criado, desde su nacimiento, azuzado por una doble e inclemente discriminación: la económica y la racial. Por tanto, subsiste sobre un violento desarraigo que, además, la nueva sociedad digital, por su propia naturaleza de emulación, ha agudizado, y donde su vehemencia juvenil solo encuentra desahogo en estallidos absolutamente destructivos, como la estéril y masiva quema de automóviles —frecuentemente de sus vecinos, tan pobres y segregados como él— o la ya escalofriante inmolación, adscribiéndose al más feroz y dañino yihadismo.
Y sobre un panorama tan propicio para el panfleto lacrimoso, descuellan por todo lo contario las películas de Ladj Ly y de Laurent Cantet con dos relatos abrumadores y carentes de cualquier moraleja. En el primer caso, Los miserables, sobre una trama de una austera linealidad, donde un pequeño hurto se remonta trompicadamente hasta provocar una despiadada y salvaje revuelta, que nos recuerda algunos films anglosajones como Por la reina y la patria (1988), de Martin Stellman, o Training Day (2001), de Antoine Fuqua —ambas películas curiosamente protagonizadas por Denzel Whashington—; ante las que el film de Ly se distingue por su afán de realidad, apegado ásperamente a la calle y a sus mínimas e intrincadas miserias, hasta conducirnos ante un enigmático y estremecedor final que nos deja estupefactos frente a un problema que atisbamos de ardua, cuando no, imposible solución. En cuanto a la otra película, Arthur Rambo, fue la sensación del pasado año en Francia por su asombroso truco de partida, al introducir como detonador del conflicto dramático la impunidad para la calumnia de las redes sociales. En efecto; su deslumbrante originalidad se basa en conseguir que un elemento tan netamente actual como Twitter cobre la ancestral potencia del fatum trágico, cuyo inexorable castigo sobre el protagonista será privarlo de su merecido triunfo y devolverlo para siempre a su postergada condición de “jodío moro”, confinado en un marginal y destartalado banlieue.
Por supuesto, en España, pese a los sobresaltos de las oleadas de inmigrantes, estamos aún lejos de padecer esta enquistada violencia, pero como europeos no podemos inhibirnos, por lo que les ruego que, en cuanto puedan, vean ambas películas y se conmuevan con sus desdichados relatos de condenados a un iracundo desarraigo, que si no se me alcanza como se resolverá, en cambio lo adivino germen de un cruel e incesante conflicto futuro. Mientras y para su sosiego, les apuntaré que en la región donde transcurren este par de convulsos relatos, la Isla de Francia, ha vencido Macron con más del 60 % de los votos emitidos.
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