Y aun resultando este repentino olvido, como poco, asombroso, trae también una consecuencia general, que es, además, particular e íntima, al desmantelar cualquiera de los escenarios que cada quien había ensoñado para ese ansiado día cuando este virus fuera ya un embarazoso y triste recuerdo. Si bien, este derrumbe de todas nuestras entelequias para el mañana está más que justificado, porque esta guerra, donde la primera potencia destructiva del planeta se halla en liza —con todo el estremecedor riesgo que acarrea—, emborrona cualquier futuro.
Ante tan alarmante como radical coyuntura, me vino a la mente la prodigiosa y modélica “reducción fenomenológica” que realizó Edmund Husserl, en Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo (1928), donde la existencia humana se desvelaba como un “presente viviente”, en tanto que el pasado, por desvanecido que estuviese, se hallaba implícito en el presente, mientras el futuro no era sino una aspiración pergeñada desde y por este.
Esta iluminadora indagación, capital para la Filosofía del s. XX, cobra ante esta guerra un cariz agónico, porque la contienda nos sitúa frente a tamañas incertezas que nos impiden proyectar sobre su resultado cualquier pasado “vivido” y, por tanto y siguiendo la formulación husserliana, abole todo futuro; es decir, nos deja suspensos en la clásica —y hace un buen puñado de décadas tan repetida— “angustia existencial”. Y aun cuando esta afirmación pudiera parecer reduccionista por enunciarla un europeo, pues sangrientas contiendas hay y ha habido últimamente, e incluso en Europa —me basta con recordar la guerra por la disolución de Yugoeslavia, entre 1991 y 2001—, en absoluto lo es, sino más bien es un aserto que podría emitir cualquier ciudadano del mundo, porque ninguno de esos otros conflictos armados recientes ha afectado tan gravemente al discurrir de los países más avanzados social y científicamente y, por tanto, que empujan el progreso del género humano. No olvidemos el eminente papel que ostenta Rusia en la provisión de materias primas y de manufacturas a esas punteras economías y el deterioro que causará a este tráfico las actuales sanciones, con su entorpecedora repercusión sobre el establecimiento y la expansión de la Globalización, y en tanto que ciudadanos inmersos en ella, sobre nuestra más pedestre cotidianidad.
Por supuesto que una legión de especialistas en los mercados internacionales trabaja diariamente para su sostenimiento, y aunque vigilen, en primer lugar, por su provecho, derivadamente también procuran nuestro sosegado acontecer; sin embargo, sus maniobras financieras son demasiado rápidas, perentorias y concretas para ofrecernos una imagen de cómo será nuestro futuro posbélico y pospandémico. Entonces y para sortear esta “angustia existencial”, producida por la carencia de una “ensoñación” llamada futuro, no nos queda —y como siempre— sino volver la vista al pasado en busca de alguna orientación. Y he aquí que la Historia nos enseña que para transitar —o si prefieren, soportar— encrucijadas semejantes, cuando toda posteridad se volvía desazonadoramente incierta, los hombres se acogieron a dos sentimientos; o bien, la nostalgia, o bien, la burla. Del primer caso conservamos la Ilíada (s. VIII a. C.), reunión de cantos evocativos de los caudillos micénicos, compuestos en la posterior y aciaga edad oscura para exaltar aquella hidalguía perdida, y que mucho más tarde fueron pulidos e hilvanados en el monumental poema; y del segundo, el no menos imponente y desvergonzado Decamerón (1353), escrito por Boccaccio al filo de la conclusión de la gran peste negra que sepultó todo un mundo; y como estos señeros ejemplos, podríamos rastrear otros tantos, de una índole u otra, y no solo en la literatura, sino también en el resto de las disciplinas artísticas, pues ninguna otra actividad humana sino el arte es capaz de plasmar la fugaz inquietud de un tiempo.
No obstante, entre este par de luminosos y extremos sentimientos —la nostalgia y la burla—, existe otra socorrida actitud a la que el común recurre como remedio ante la ofuscación general y que Horacio fijó con el elegante término de carpe diem; cuya traducción jocosa a nuestra lengua sería más o menos: “mantente mientras cobro”, mostrándonos dicha así y bien a las claras que es un flaco parche ese de vivir al día, por más exquisito que suene en latín; sobre todo cuando advertimos que el hombre dota de sentido a su existencia al proyectarla sobre el porvenir; pues no por otra razón nos conmueve tan hondamente la palabra esperanza.
Y la esperanza es cuanto se ha deteriorado desde que la epidemia irrumpiera, y en este momento, todavía más con esta guerra, por firmes gestos que prodiguen nuestros dirigentes. Ante lo que sospecho que para eludir ese porvenir vacío, nos volveremos a refugiar en la vaporosa y emocionante nostalgia o en la sarcástica y juguetona burla; si ya nos sirvieron para seguir adelante, ¿por qué ahora no?
Puedes comprar el último libro de Gastón Segura en: