En el caso que nos ocupa, también observamos esa distinción, tan rica en matices. Cuando leemos “Las razones del hombre delgado”, del poeta valenciano Rafael Soler (Valencia, 1947), advertimos de su capacidad para crear una obra magna y diferente, originalísima. En este poemario Rafael Soler se ha vaciado, ha querido dejarse llevar por una espiritualidad compleja, tal vez mágica, en la que el propio hombre y poeta se ve a sí mismo y desdoblado en dos; por una parte, la materia y, de otra, el silencio de todos los silencios. Para ello ha construido tres voces que hablan entre sí, que dialogan y perpetran un viaje hacia un lugar único, aunque bien pudiera decirse que son una única voz: «Una mujer se observa cautelosa en el espejo / agoniza un anciano de espaldas a su banco / busca el poeta las sílabas precisas (…) comienza a nevar / desde la cuna al nicho». Esta es la hora, principio y fin de todo.
En esa original estructura hallamos, y ya lo he dicho otras veces, desde el punto de vista de la forma y el fondo, un universo propio, diferencial respecto a otros poetas, a la otra poesía que, desgraciadamente, persiste en el panorama poético español. Soler es un poeta singular, reflexivo y en esta ocasión ha querido que le acompañemos en su viaje al ser, a la verdad poética que día a día vislumbra desde su atalaya de soledad y silencio. Aun siendo una temática consustancial al hecho poético, el poeta plantea, con esa precisión de su palabra, una nueva forma de entender la vida, de vivirla a pesar de todos los pesares; descubre en lo humano la verdadera causa de la vida, sin vuelta atrás, porque la vida no es otra cosa que su contrario, la muerte.
En anteriores entregas poéticas Soler se desvivía, y ahora, diría que se desmuere, lo que nos recuerda aquel verso de Juan Ramón Jiménez cuando se preguntaba ¿qué me vas a doler muerte? He seguido con atención la trayectoria de Rafael Soler y puedo decir, sin temor a equivocarme que, Las razones del hombre delgado, como ya se ha dicho, marca un antes y un después en el itinerario poético del vate, conjugando experiencia y simbolismo hasta crear una obra que no dejará indiferente a nadie. Soler se desnuda, se vacía por entero sin que nada le importe, sino la fuerza expresiva del verso, su hondura lumínica. La soledad permite vivir consigo mismo, desdoblarse para entender el mundo, para entenderse. En este descenso alucinante a la conciencia, el amargo latir de lo que poco que nos va quedando, ni siquiera el cuerpo que nos sostenga delante del espejo, si acaso el leve tacto de unos labios que se rozan en la noche: «solo para tu muerte yo» (…) «solo para mi muerte tú».
El dolor de la decrepitud, de las pérdidas y los fracasos, de la incertidumbre y el miedo, de la oscuridad y el olvido («caer oscuro / en un tiempo sin tiempo») es una eterna huida hacia la nada, pero también la certeza ontológica del poeta de saberse vulnerable y de paso, como nos dice en su nota preliminar. Soler nos sorprende una vez más con una obra magistra y de indiscutible esencialidad poética.
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