En concreto, el caso del coronel Redl es un legendario asunto de espionaje, como indagué tras la visión del film, por su descomunal alcance y porque reunía todos esos sugestivos componentes que concitan estas tramas: sexo, chantaje y mucho dinero. Aunque sobre estos intrigantes alicientes, el asunto de Redl, apenas lo ojeé, se me perfiló como el exacto envés de la escandalosa farsa contra su tocayo Alfred Dreyfus, a quien convirtieron en la víctima propiciatoria a la que endosar todo el lúgubre fracaso que corroía al ejército francés, tras su derrota contra los prusianos, en 1871; por el contrario, las silentes andanzas de Redl se demostraron como la gran traición de la época cuando, como consecuencia de su entrega de los valiosos y complejos planes de movilización y de dotación de las defensas orientales del Imperio austrohúngaro a los servicios secretos zaristas, produjo los colosales desastres de la invasión de Serbia y de la ofensiva rusa desde Ucrania, durante el verano de 1914.
Verán, Alfred Redl, siendo capitán del Evidenzbüros im Geralstab (Departamento de Investigaciones del Cuartel General imperial), fue captado mediante extorsión por el agente de la Orjana —policía política del zar y encargada también del espionaje— Pratt, en cuanto supo de su relación homosexual con el teniente Meterling, del Regimiento de dragones nº 3. Debió de ocurrir sobre 1903, porque los pormenores y la duración exacta de su traición jamás fueron determinados por falta de un interrogatorio adecuado cuando se le detuvo en el hotel Klomser de Viena. El caso es que desde esa fecha o desde 1905, año cuando se anotaron sus primeros ingresos bancarios sospechosamente cuantiosos, mientras era ascendido a comandante adscrito a ese departamento de contraespionaje —que llegará a mandar entre 1907 y 1912—, hasta su suicidio, el 25 de mayo de 1913, no dejó de transmitir información militar secreta a Rusia, e incluso delató a agentes o a aspirantes —algunos de enorme importancia como el coronel de Estado Mayor Kiril Petrovich Laikov, que le ofreció íntegros los planes de movilización rusos—, envió a señuelos al matadero, adecuó informaciones a favor de su “patrón” y hasta le “fabricaron” en San Petersburgo falsas y deslumbrantes confidencias para mantenerlo en su crucial puesto; en fin, todo cuanto adjudicará muchos años después John Le Carré a su agente doble en El topo (1974).
Por todas estas argucias y, sobre todo, por la inmensa catástrofe que causaron sus filtraciones, el director de la CIA Allen Welsh Dulles y el general del KGB Mijaíl Milstein coincidieron en calificarlo como el “traidor más importante de todos los tiempos”. No obstante y expuestos sumariamente los hechos, quería traerles una secuencia de la película de Szabó, en la que el archiduque heredero, Francisco Fernando, cita al jefe de la “inteligencia”, Redl, y le solicita que, para dar un escarmiento ejemplar a la oficialidad austrohúngara por su desidiosa disciplina, busque un chivo expiatorio —o sea, un capitán Dreyfus—. Le sugiere un oficial de alta graduación y suficientemente considerado para constatar la inflexible voluntad del correctivo y, a ser posible, ruteno —es decir, ucraniano—; porque esta nación del imperio, asentada en la Galitzia, era pobre y poco conflictiva al contrario que otras, singularmente magiares y bohemios, tan propensos a soliviantarse con cualquier escusa; y esto, en aquellas circunstancias, resultaba del todo inconveniente. Redl, al escuchar esta última instrucción de Francisco Fernando, traga saliva porque, aun siendo de origen germano como plasmaba su apellido, era nacido y criado en Lemberg (hoy, Lviv), capital de esa región y, por tanto, reunía las características solicitadas por el heredero imperial para el sacrificado: ruteno y sobresaliente entre la oficialidad.
Pero Redl olvida aquel atemorizador presentimiento mientras buscaba la víctima idónea. En tanto, la Orjana le pone el cebo con un jovencito; Redl pica, y los rusos provocan el escándalo, su deshonor y su suicidio. Todos ganan: los rusos eliminan al eficaz custodio de la seguridad del Imperio —el Alfred Redl que presenta la película no es un traidor, sino un arribista sin escrúpulos—; mientras, el archiduque obtiene al ruteno que buscaba, pero a un precio escalofriante: una conspiración —seguramente desarticulada por el Redl de la ficción, de seguir vivo— conseguirá asesinarlo, al año siguiente, en Sarajevo.
Esta es una de las moralejas del film y, por descontado, la caída del verdadero Redl no ocurrió así; sin embargo, en este momento, otro coronel del servicio secreto de la nación imprescindible para todo aquel vidrioso asunto, elevado a su presidente, Vladímir Vladímirovich Putin, ha invadido Ucrania, el país de los rutenos, con unas intenciones muy semejantes a las de Francisco Fernando en aquella secuencia: aplicar un castigo ejemplar que demuestre a su ejército y a su pueblo que todavía son una gran potencia. Y, vaya, ante tal cúmulo de concomitancias, me pregunto ¿si Coronel Redl no esconderá una serendipia de la actual guerra en Ucrania, donde Putin, como el archiduque del film, buscando al ruteno que castigar, concluya al modo de Ricardo III: cambiando su reino por un caballo? Lo ignoro; pero mientras le aguarda el mucilaginoso y perpetuo acecho.