La correspondencia (más la correspondencia entre familiares) supone siempre una forma de literatura cuya promesa de andanzas y secretos resulta especialmente vivificadora para el lector. Es una oportunidad de entrar en la vida de aquel que posee la condición de protagonista por excelencia. Estoy por decir, incluso –tal vez eso haya de sostenerse como un argumento decisivo en toda la transmisión literaria que en el mundo haya sido- que ayuda a reflejar cuanto importa: quién y cómo es el/los protagonista, y, en un secreto sicológico mal guardado, cómo soy yo, lector, respecto de él/ellos. No tanto por comparación, claro está, sino por ese otro conocimiento que, de algún modo, tiene un perfil de esa condición innata que va inscrita en el individuo: el sentido de trascendencia. Digamos, alimenta el sentido y valor del conocimiento propio, tal como el sabio griego nos alentó a descubrir. Aquí, por fortuna, además podemos asistir a unos textos no solo de implicación afectiva comprensible (y el contrario, el reverso del amor, o la sospecha) de una calidad literaria que resaltan al poco de comenzar a leer: “Tú dominas ahora –escribe Elías a su hermano George- el alemán, el francés y la medicina; esto hay que tomarlo literalmente, no como una imagen insulsa. Así se va llenando un espíritu para su vocación desconocida. Toda combinación es nueva y única. El espíritu solo tiene que llenarse, eso es todo. Y así, mi querido y valiente muchacho, una vez más quisiera testimoniarte mis respetos por la forma infatigable como lo haces, sin ceder y permaneciendo siempre vivo y despierto; todo el resto son necedades indignas de nosotros”. Una alusión afectiva al otro, pero también una alusión, parece, de discurso propio. ¿Acaso los Canetti se sentían con una proximidad a un destino brillante como estirpe? ¿Hay algo de contenido religioso en ello? En tal caso, no vendrá a destiempo el matizar según lo hace el propio Elías en otra carta: “No hay nada más bonito que una madre, un padre, un hermano, una hermana, pero cada uno por separado; todos juntos en un solo sitio son mortíferos, se asfixian mutuamente y le quitan el aire a uno”. Al tiempo, es de advertir, sin duda, en esta correspondencia a tres bandas (siendo George, esencialmente, el destinatario) que algo hay de original, o distinto, en la relación –de un amor peculiar- de Vera, dividida entre su marido y su cuñado. “Los hados han dispuesto –carta de Veza a Georges- que los dioses a los que venero, el artista y el médico, sean hermanos, y podría haber sido un azar afortunado si la aparición del médico no hubiera escindido mi amor”. Un lector atento, creo, diría que estamos ante un epistolario familiar lleno de un raro sentido de amor natural y materialismo trascendente. Elías -¿animado por su madre?- trabajó para hacerse un futuro de gloria literaria (sobre las bases de una escabrosa vida de amores físicos, y para ello el ejemplo de sus memorias inglesas lo delatan en parte). “Las cartas arrojan –leemos en la presentación- luces enteramente nuevas sobre la vida y la personalidad del autor de Auto de fe, que contrastan de manera a menudo sorprendente con la imagen que éste proyecta de sí mismo en sus justamente célebres –a pesar de haber sido desatendido su deseo en cuanto a su publicación- memorias. Pero, sobre todo, descubren la figura fascinante de Veza, que en sus cartas se revela como una escritora desbordante de genio, de excentricidad y de patetismo”. Todos los libros han de ser leídos ‘por dentro’, pero acaso éste más, pues aquí los personajes tienen luz propia –originaria y artificial- y añaden así un punto de conocimiento a aquello que el poeta definió como humano, demasiado humano. Tal vez. ¿Biografía-egolatría? Leer para dudar. Puedes comprar el libro en:
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