Reponer una obra maestra debería estar prohibido por las autoridades. No se puede superar lo insuperable, y a lo largo de la historia tenemos grandes ejemplos que ratifican esta apreciación, como lo son las mediocres actualizaciones de la filmografía de Alfred Hitchcock. Por ello no dejo de preguntarme cuál es la razón de tal insistencia en el mercado cinematográfico. Por qué nos empeñamos en actualizar los Clásicos que, como su propio nombre indica (permítanme el uso de mayúsculas), están desarrollados en una época concreta, pasada, no solo con un contexto sociopolítico, entorno y vestuario adaptados a su cronología, sino también con un comportamiento, pensamiento y lenguaje determinados cuyo traslado al siglo XXI entra en absoluta incoherencia con la realidad.
¿Se imaginan a El Quijote llamando a Sancho Panza con un teléfono móvil y chillando aquello de «¡Cuán gritan esos malditos/ pero mal rayo me parta/ si en concluyendo esta carta/ no pagan caro sus gritos!?». Esa es mi habitual sensación al enfrentarme a una reposición, que no ha variado ante West Side Story, 2021.
La labor de Steven Spielberg estaba abocada al fracaso desde que surgió la idea en su mente: presentar a las nuevas generaciones West Side Story, el Romeo y Julieta de Hamlet, la Madame Butterfly de Puccini. Y dar a conocer el musical con la pureza del idioma, alternando el sajón con el latino en función de quien hablase manteniendo impoluta, afortunada y sabiamente, la banda sonora original.
Partiendo del tópico que sienta las bases de que las comparaciones son odiosas, vayamos al porqué del asunto: el toque personal. Sin ánimo de hacer spoilers, la película presenta un extraño guion, con diálogos superfluos, que elimina ciertas escenas machistas de la versión original, pero que mantiene otras en aras de un desconcertante criterio que no he logrado averiguar. El vestuario entre los Jets y los Sharks, que en la versión clásica se mostraba como idiosincrasia de cada banda callejera, en 2021 no las diferencia, es más, uno de ellos tiene un sorprendente paralelismo con la bandera española. Maravillosos escenarios de baile han desaparecido en la actualidad sustituyéndose por insulsas coreografías en la calle al propio estilo de La La Land. Se han introducido escenas triviales y se han eliminado otras, a mi juicio cruciales, que provocan inevitablemente algunos Deux ex machina. Por último, en esta valoración apuntaría a la inexpresividad y falta de personalidad de los rostros de los actores a los que, en ocasiones, me costaba trabajo ubicar como jóvenes americanos o portorriqueños. Russ Tamblyn, George Chakiris, Natalie Wood y Richard Beymer dejaron el pabellón en las estrellas.
Finalizaré esta crónica pesimista con dos aspectos originales y plausibles: el personaje de Tony, con un registro y tonalidad en la voz que supera con creces al protagonista de 1961 y la coreografía con la pistola como punto de conexión.
Por lo demás, no se dejen influir por esta humilde servidora. Véanla y juzguen por sí mismos.