Hay al menos tres fidelidades cruciales en la vida y en la obra de Román Álvarez Rodríguez: la que guarda a su tierra leonesa, de la que es oriundo, pues nació en la localidad de Abelgas; la que observa a la que puede considerarse su tierra de adopción y asimismo de trabajo profesional, que es la salmantina, de cuya Universidad es catedrático desde 1998; y la que le vincula a la filología en lengua inglesa, que es la especialidad de su cátedra. Entre las aportaciones suyas como estudioso de esta lengua y su literatura ya habían destacado las dedicadas al estudio del origen y de la evolución de la novela histórica inglesa; y sus trabajos acerca de la presencia de la guerra civil española en la poesía expresada en inglés, donde necesariamente hubo de detenerse en poetas irlandeses, así como el volumen recopilatorio centrado en la poesía anglo-norteamericana relativa a la temática antecitada. A trabajos como los referidos se une ahora esta investigación acerca de la presencia irlandesa en Salamanca desde que comenzó hasta la actualidad. No procede aquí referirnos a la primera de estas fidelidades, la leonesa, aunque debo dejar constancia de que, entre otras muchas pruebas de ella, la ilustra un libro que es un auténtico homenaje a su tierra, el titulado Abelgas: paisajes, evocaciones y remembranzas. Sí procede, en cambio, ocuparnos de las otras dos lealtades, porque ambas se conjugan en su monografía Los irlandeses en Salamanca: un legado secular. Y se conjugan porque el libro versa acerca de la huella irlandesa en la ciudad del Tormes, y ha sido coeditado, a mayor abundamiento, por una institución tan enraizada y representativa como lo es el Centro de Estudios Salmantinos, y por la marca vinculada a la ciudad que se denomina Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes. Este libro está integrado casi en su totalidad por el discurso de ingreso de su autor como miembro de número del Centro de Estudios Salmantinos, pero en él se incorpora también, en su parte final, el discurso de contestación al suyo que corrió a cargo de la catedrática de la Universidad de Salamanca María Jesús Mancho Duque. Asimismo hay que hacer notar que la obra contiene apreciables materiales gráficos, como por ejemplo la reproducción de algunos documentos, y la inclusión de diversas fotografías. Precedida de un prólogo y culminada con unas conclusiones y una bibliografía que comprende cuanto con anterioridad se había escrito en relación directa o indirecta con el asunto, la obra comprende catorce capítulos. En la mayoría de ellos su autor ha reflejado datos que han sido fruto de una considerable labor de investigación en archivos diversos, siendo muy decisivo al respecto el que contiene los consignados como “Papeles de Salamanca”, en Maynooth, cerca de Dublín. Inicia el libro un capítulo de amplio espectro y que lleva por título “Las relaciones entre Irlanda y España: de la mitología a la historia”. Lo culmina el que atestigua la permanencia de los irlandeses en Salamanca, tras el que hace referencia a cómo pasó a integrarse a la Universidad de Salamanca el Colegio del Arzobispo Fonseca, comúnmente conocido como el Fonseca, auténtico referente universitario en la ciudad. En general, es mucho menos sabido que el callejero salmantino cuenta con otras dos denominaciones relativas a Irlanda, la Plaza de los irlandeses, y la calle de San Patricio. El capítulo con el que abre Román Álvarez Rodríguez su monografía versa, según anticipé, sobre las relaciones más antiguas susceptibles de establecerse entre Irlanda y España, y resulta natural que esas páginas se concentren en los vínculos celtas entre Galicia e Irlanda. Se trata de un capítulo muy útil, en el que se resumen datos en torno al origen y las vicisitudes migratorias y culturales aportadas por la creencia en un pasado común entre gallegos e irlandeses, y por la efectiva presencia en tierra gallega del sustrato celta. Aborda el capítulo siguiente cómo afectó en España la dominación inglesa de Irlanda iniciada en 1541 por Enrique VIII al proclamarse rey de ese país. Muchos irlandeses decidieron emigrar a España, y se pusieron al servicio de la corona española, como lo acredita el llamado Tercio de Irlanda que luchó en Flandes. En ese capítulo segundo hallamos ya un anticipo de los lazos entre Irlanda y Salamanca que van a centrar el libro, pues ahí se refiere que el noble irlandés Henry O´Neill combatió en las campañas de Flandes, y se había graduado en Artes en la Universidad salmantina en 1602. Reinaba a la sazón Felipe III, que hubo de erigirse en protector de los irlandeses al ostentar la representación máxima de la monarquía católica. En la parte final de este capítulo se enumeran algunos apellidos importantes que hemos podido leer en tantos callejeros españoles -la calle O´Donnell en Madrid es una arteria de la capital bien conocida-, y que gracias al recordatorio de Guzmán Álvarez nos percatamos de su justificación. Entre esos apellidos sobresale de manera especialísima el de los O´Donnell, en cuya saga destacaron el teniente general Enrique José O´Donnell, que recibiría el título de conde de La Bisbal, por haber vencido al francés, durante la invasión napoleónica, en esa localidad ampurdanesa; el también teniente general Leopoldo O´Donnell, que en un período de diez años, entre 1856 y 1866, llegó a ostentar en tres ocasiones la jefatura del gobierno español; y el capitán general, que lo fue de Cuba, Leopoldo O´Donnell, que organizó la sublevación popular conocida como la Vicalvarada en 1854, y participó en la primera guerra carlista. Además del título de conde de Lucena, recibiría también el de Duque de Tetuán por su victoria en la guerra hispanomarroquí librada en 1os años 1856 y 1866. Este título, al igual que el de duque de Estrada, lo detenta en la actualidad, anota Román Álvarez, el séptimo heredero de esta prestigiosa familia. Otra figura irlandesa relevante fue Ambrosio O´Higgins, que llegó a ser virrey del Perú. Con ligámenes estrechos con la provincia salmantina, ha de subrayarse de manera espeial la figura de Arthur Wellesley, que alcanzó notables méritos en la guerra de la Independencia, y ostentaría los títulos ducales de Wellington y de Ciudad Rodrigo. En el capítulo tercero explica el autor cómo se fueron creando los primeros colegios irlandeses en España, y recuerda que data de 1574 la más lejana presencia irlandesa en Salamanca, la cual se produjo a causa del éxodo de religiosos debido a la presión del protestantismo anglicano. No tardaría la reina Isabel I en incrementar esa presión creando en 1592 el Trinity College en Dublín, fundado para dicho objetivo. Remonta precisamente a ese año la fundación del primero de los colegios irlandeses peninsulares, el de Salamanca. Un dato que avala su importancia es que en él se integrarían con el tiempo los colegios de Santiago de Compostela y de Alcalá de Henares. Al Colegio de los nobles irlandeses en Salamanca dedica Román Álvarez el meollo del capítulo siguiente, no sin referirse antes en general a los colegios escoceses en España, y en particular al colegio escocés salmantino. La presencia de Escocia en la ciudad del Tormes la acredita también un hecho que el autor siempre ha enfatizado: tan solo dos años después de ser canonizado Thomas Becquet, se erigió en su memoria la más lejana de las iglesias cristianas en honor del santo, el templo románico de Santo Tomás Cantuariense. Respecto al colegio irlandés, las bases para su creación las sentó un decreto de Felipe II firmado en Valladolid en 1592, mediante el cual encomendaba a las autoridades académicas salmantinas que atendiesen de la mejor manera posible a los estudiantes irlandeses que moraban en la ciudad. Ahí estuvo el impulso para que se crease el Real Colegio de San Patricio de Nobles Irlandeses, cuyo primer rector fue James Archer. Esta institución se puso bajo la tutela de los jesuitas hasta que la orden fue expulsada de España en 1767. Diversas fueron las ubicaciones del colegio irlandés en Salamanca hasta que su sede fue el emblemático Colegio Fonseca. A cómo se fueron asentando los colegiales irlandeses en la ciudad, así como a aspectos varios de la vida del colegio y de su administración, dedica Álvarez también un capítulo. A quienes están interesados en conocer mejor Salamanca y lean estas páginas les llamará la atención de manera especial saber que los jesuitas estuvieron en el Colegio Real que tuvo la Compañía en el edificio que, una vez restaurado, desde 1940 alberga a la Universidad Pontificia, en logro debido al obispo, más tarde cardenal primado, Enrique Plá y Deniel. Tocante a curiosidades, subrayo la de que en tiempos de Felipe III se costeaban los viajes de regreso a su país de aquellos estudiantes que habían culminado sus estudios, o que deseaban retornar a su tierra por otras causas. Tras referirse en un breve capítulo a aquellos irlandeses que se quedaron en Salamanca para siempre por haber fallecido en ella, el autor aborda las consecuencias de la invasión napoleónica, de la francesada, en la ciudad y en sus instituciones, entre las que quedaron muy afectados varios centros colegiales, aunque no demasiado el Fonseca, que no dejó de tener suerte asimismo durante la desamortización. De ella se libró, señala Román Álvarez, gracias a que en parte lo ocupaban irlandeses, mientras la Hospedería estuvo a salvo a causa de los usos militares a los que a la sazón estaba destinada. Más datos sobre el Fonseca: en 1801 fue hospital militar, y el año siguiente hospital general de Salamanca, lo que conllevó que sus celdas se transformasen en salas grandes. En el período de la francesada, fue hospital, hospicio y casa de socorro. Los irlandeses arrendaron este edificio renacentista en 1827 por vez primera, y lo arrendaron de nuevo, en arriendo perdurable, en 1838. La zona de la Hospedería pasó en 1843 a arrendarse a la Hacienda Militar a fin de servir como hospital castrense. Enviada por José Antonio SierraPuedes comprar el libro en:
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