Tampoco les ocultaré que al saber de esta desmerecida circunstancia, y como licenciado en Filosofía, he sentido una punzada en mi “amor propio”. Ante lo que me gustaría que recordasen a la Filosofía en su justa potestad de madre de todas las ciencias; ¿o acaso alguien me negará que fue el admirable Aristóteles, su primer gran compilador, quien puso a la vez las bases para cualquier ciencia futura? Y no entraré, porque ya lo hice en otro artículo de esta revista, sobre el papel casi menesteroso al que han relegado nuestras autoridades —de un signo u otro y desde hace bastantes décadas— a las lenguas clásicas, que cimentaron con sus conceptos el rasgo genuino de nuestra civilización, cuyo fruto más esclarecido y a la vez más apetecido durante las sucesivas épocas por religiones e imperios, sin conseguir subyugarlo, fue la Filosofía. Tan tenaz resistencia, con el paso de los siglos, le granjeó el otro casi abrumador mote de “médula de Occidente”. Y he aquí que, pese a este par de egregios títulos, nos la encontramos en este instante degradada a optativa de unos cursos que encima exhiben el indecoroso nombre de ESO. Como colegirán, todo ello no indica solo —y literalmente— un atentado contra la razón, sino también un síntoma indiscutible de la inepcia en que hemos caído.
Y me he enterado de todo esto por las protestas de la Red Española de Filosofía —la agrupación de asociaciones de sus profesores—, pues resulta que, ahora, a esta venerable disciplina le quieren retirar también esa postergación desdeñosa de optativa, y en absoluto para restituirle su vetusta y merecida dignidad; al contrario, para substituirla por otra asignatura titulada “Valores cívicos”. ¿Pero qué valores cívicos pueden prescribir quienes exhiben ese insolente desprecio por las lenguas, el griego y el latín, que alumbraron el único civismo concebido por la Humanidad? ¿O no fue en Atenas, en Alejandría o en Roma donde se configuraron y asentaron los conceptos de ciudadano y de Derecho, y otro más decisivo para la Historia: el del hombre como descriptor y ponderador del Universo?
Sin embargo, esos mismos personajes, que si no han cometido, al menos consienten estas afrentas contra el conocimiento, claman y, si es preciso, inflaman las calles cuando se discute una hora lectiva a la asignatura de Religión o a la hostil expansión de las otras lenguas españolas por sus demarcaciones. Y si en el primer caso no se trata de estudiar la religión —o sea, ese precioso fenómeno entre mágico y poético con el que el hombre pretendió explicarse el mundo durante un buen puñado de milenios antes del surgimiento precisamente de la Filosofía, entre los s. VI y IV a. C, en Grecia— sino de impartir doctrina —sea el Cristianismo católico propio del país o sea cualquier otro culto—; y en el segundo, de la mera elevación, por medio de estas lenguas, de una barrera diferenciadora que permita asentar un pingüe dominio territorial, propósitos ambos, como es evidente, opuestos a los valores cívicos —igualdad, libertad y justicia universal— derivados de la Ilustración; momento —no se olvide jamás— cuando la Filosofía alentó —también en España— el ejercicio de la Política. Pero tales preceptos filantrópicos cuentan poco para quienes dueños de la preclara tarea del político la tornan en afanes de parásito; ¿y qué les puede parecer la Filosofía de la que ningún poder y menos beneficio pueden usufructuar? Supongo que ya consideran suficiente con que aparezca de visita por eso llamado la ESO, y permanezca de muestra por el primero de Bachillerato y de ocupación volandera durante el segundo… En efecto, más lucida queda que el maltratado Griego; de modo que quién se queja, es porque quiere.
O porque, como yo, le entristece que a generaciones de compatriotas las priven del acceso a este luminoso acervo de conocimientos, aunque solo fuere atisbado en un puñado de asignaturas que deben aprobarse. Sobre todo ahora, cuando según síntomas hemos entrado en una era donde la supervivencia de cualquier Estado dependerá de su capacidad para competir en el mercado mundial y, por supuesto, de su innovación tecnológica; o sea, las sociedades subsistirán según la agudeza de su conocimiento y de su capacidad científica y social para adaptarse a una circunstancia en perpetua y convulsa mudanza. Mientras, válgales como amargo resumen de lo escrito que hace apenas unos años, ninguno del par de jefes de los últimos y entonces más esperanzadores partidos políticos fue capaz de enunciar correctamente el título del tratado inmortal de Kant: Crítica de la razón pura; obra cumbre no solo de la Filosofía sino de la Humanidad, porque puso límites al conocimiento y, por tanto, ha guiado a la ciencia desde que se imprimiese, en 1781, hasta nuestros días. ¿Acaso no es suficiente prueba de nuestra desoladora situación?