Tampoco conviene olvidar que el Desastre de Annual, por su enorme espanto, abrió una irreconciliable hostilidad entre el Ejército y los movimientos obreristas; agria circunstancia que se venía larvando desde el mal trato recibido por la tropa durante la larga Guerra de Cuba, y que se había agudizado con la campaña africana para alcanzar su momento álgido durante la Semana Trágica; pero Annual superó todo lo concebible, y aquel antagonismo sordo se tornó en una aversión manifiesta y, desde luego, en un conflicto más para comprender la tumultuosa brevedad de la II República y el estallido de la sublevación militar de 1936. Y por último, no quiero desperdiciar una anécdota que el tiempo convertirá en una paradoja de la Historia: la popularidad que obtuvo entre las clases más humildes —incluidos algunos círculos obreristas– el entonces comandante Francisco Franco por su cerrada defensa de la población de Melilla, durante aquellos funestos días cuando se iban derrumbando, en una larga y sangrienta retirada, todas las posiciones españolas.
Repasadas de un vistazo estas conocidas consecuencias, entre las muchas que debí de manejar cuando el Desastre de Annual me ocupó bastantes horas, y a Javier Krahe, también; pues ni más ni menos que, allá por el otoño de 1991, nos enfrascamos en la escritura de un guion cinematográfico sobre esta terrible carnicería, y con tan mala fortuna que sus primeras secuencias se malbarataron con el ordenador donde se guardaban y con tal enojo de Javier que decidí olvidarlo todo. De hecho, si no hubiese sido porque Annick Bloyard, su viuda, me lo recordó durante la semana de homenaje que le organizamos un puñado de buenos amigos en el café Central, en diciembre de 2016, estoy convencido de que aquellos días aún los clausuraría mi desmemoria.
Sin embargo, estamos en una revista sobre literatura y Annual presenta la suya y nada menor porque, sobre notable en su expresión, es hija de testigos o casi, como la novela El blocao (1928), de José Díaz Fernández o el retrato, quizá más conocido, de los acontecimientos, estampado en las memorias noveladas de Arturo Barea, La forja de un rebelde (1941-45), recluta en África como Díaz Fernández, durante estos funestos sucesos, o el conmovedor reportaje: Annual: Relato de un soldado e impresiones de un cronista (1922), de Eduardo Ortega y Gasset, o esas crónicas, también de 1922, urgentes y hasta la primera de ellas declaradamente parcial, aunque de singular interés por deberse a conocedores del territorio y del conflicto: Las responsabilidades del desastre, de Víctor Ruiz Albéniz, el Tebid Arrumi, y Un mando funesto, de Francisco Hernández Mir; o el título que considero literariamente más valioso y atractivo: la novela Imán (1930), de Ramón J. Sender, quien cumplirá su servicio militar allí, apenas dos años después de la catástrofe.
Es más; me atrevería a sostener que Annual es el arrebato para un grupo de narradores de peculiares y comunes características: haber nacido con el siglo, utilizar una prosa más escueta —o si prefieren: propincua a Baroja— que sus antecesores y perseguir la denuncia social, que de inmediato los distanciará de sus coetáneos vanguardistas: los Bacarisse, los Giménez Caballero, los Jardiel, los Neville… Todos, como seguidores de Gómez de la Serna, marcados por la “deshumanización del arte” de Ortega. Mientras que estos novelistas que señalo en su mayoría se curten como reporteros de calle y los anima un rabioso compromiso político —a menudo revolucionario—, razón que me induce a llamarlos la generación de Annual —contra la generación de la República como se los quiere denominar—, por semejantes razones a las que Azorín bautizó Generación del noventa y ocho a sus compañeros de empeño literario; pues el Desastre de Annual supone, por un lado, una dolorosa y significativa catástrofe nacional y, por otro, la exigencia de una reacción político-estética del escritor para alentar entre las masas —en aquel momento ya masas y obreras— una nueva España; sea la republicana o sea ya, la revolucionaria. Y los novelistas que emergen con este ideario o en este clima son el citado José Díaz Fernández, y también Juan Chabás, y Ramón J. Sender, y hasta Andrés Carranque; a los que cabría sumar, con todas sus pertinentes matizaciones, empezando por su tardanza narrativa, a Arturo Barea y a Max Aub; incluso, al algo más joven y con una cuentística de pretensiones más intelectualizadas —lo que, se quiera o no, lo distancia de los anteriores—, Francisco Ayala.
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