La génesis del pensamiento de María Zambrano a lo largo de su trayectoria vital y filosófica es indisociable de su diálogo con poetas y artistas: pienso en San Juan de la Cruz, Sófocles, Zurbarán, Cervantes, Unamuno, Antonio Machado, Emilio Prados, Picasso, Luis Fernández, Ramón Gaya… No es fortuito que su filosofía se asocie al concepto “razón poética”, que no ha de entenderse exclusivo de la poesía, sino más bien a la capacidad creadora de la razón, de los diversos lenguajes de las artes, en su desarrollo histórico. Pero más allá de su vida este diálogo con poetas y artistas no cesa: con su amigo y secretario, Joaquín Lobato, Rosa Mascarell, Antonio Valdés, Francisco Hernández, Evaristo Guerra, José Casamayor… Y me atrevo a conjeturar que este diálogo con su obra no dejará de renacer. A propósito de María, de Ana María Aguilar Escobedo, es una muestra significativa de ello. Se trata de un libro compuesto por 38 poemas y casi otros tantos fragmentos en los que la autora se inspira o con los que dialoga en una suerte de simbiosis reveladora. No pocos autores hubieran ocultado las fuentes de inspiración; a Ana María Aguilar no le importa mostrar de dónde proviene el manantial. Aborda temas y motivos zambranianos: “La niña veleña”, “El silencio de la soledad”, “Pensamiento”, “Destino”, “Antígona”, “Razón poética”… Confiesa al principio que se sintió deslumbrada “por su verbo y pensamiento consecuentes e inteligentes”: “todo en ella es poesía: desde la definición que ella da de la ética de Spinoza (`Diamante de pura luz´) hasta lo que dice del pensamiento en Delirio y destino: `El pensamiento es hacer respirable el ambiente, liberar a los seres humanos de esa asfixia que proviene de la falta de espacio interior cuando la conciencia se llena de sombras, de incertidumbre; cuando la sombra de los demás y la nuestra misma ha hecho demasiado opaco ese nuestro interior que es el primer espacio en que nos movemos y somos´”. La simbiosis llega en algunos poemas a ser tal que se difuminan las fronteras del sujeto poético, como si Ana María Aguilar hubiera sido raptada en un sueño de María Zambrano o al revés. Este experimento es muy interesante, pues el territorio de la literatura es el espacio donde cualquier puede ser. Si no me equivoco, este poemario responde a una necesidad de la autora. Expresarnos es casi tan imprescindible para los seres humanos como respirar. María Zambrano, en su primer texto publicado, definió la escritura como “defender la soledad en la que se está”. Veamos un ejemplo de ello por medio de un poema que aborda cuestiones de identidad a la vez que existenciales y metafísicas:
LABERINTO DE ESPEJOS
Perdida en el laberinto de espejos, se refleja mis pasado tras mis pasos. Inmóvil miro la sombra que me acompaña y la soledad se hace pausada; sólo ella me arrulla y me habla: ¿Qué temes? ¿Qué paraliza tus pies? ¿Temas reconocer tu imagen? O acaso… ¿ya te reconociste? ¡Oh! vieja amiga que tan bien me conoces, cómplice en mis horas y mis días, amante única en mis noches; solo tú me eres fiel. Es a mi inexistencia a lo que temo, a mi falta de ser. Este miedo me suspende en el tiempo Y no me siento capaz de habitar en él. ¡Mírate! ¡No temas mirarte! Ante tu inexistencia se abre el camino que te guiará a ser parte de un tiempo, que sólo tú medirás.
En las palabras iniciales formula una perspicaz y acertada observación sobre la obra de Zambrano: “María no impone sus pensamientos, ella te abre su universo y tú eres libre de entrar en él”. En efecto, en una de sus críticas a la razón moderna, que arranca con Descartes, se distancia de la “razón” en lo que esta posee de saber-poder y, por lo tanto, de violencia. Como reivindicará en Para una historia de la piedad, a ella le interesa “saber tratar con lo otro” sin imponerse ni negarlo. La portada de la edición, una sencilla imagen de unos limones y una naranja, también es un acierto, pues, además de los frutos de su tierra nativa, rememora su tumba, situada entre un limonero y un naranjo, con esta cita de El Cantar de los Cantares: “Surge amica mea et veni” (“Levántate, amiga mía, y ven”). Cedamos de nuevo la palabra a la autora:
ASOMARSE PARA RECORDAR
Asomarse a la ventana de aquella España en blanco y negro, para ver la luz de tu universo mirando a la inmensidad de tus ojos. Y derramar el bálsamo de la feminidad infinita, que desborda tu palabra y tu gesto. Asomarse a la ventana de aquella España, que nunca llamaste tuya porque tú le pertenecías a ella. La España de los vencidos que no murieron, de los españoles sin patria, de los ciudadanos del destierro. Asomarse y anhelar el efluvio del primer amor de juventud, inundándote de melancolía. Y divagar en lo que tú llamaste diamante de pura luz para despejar así las redes del pensamiento. Asomarse a la intimidad de tu alma soñadora y entender que aún queda mucho por caminar, mucho por hacer, para que no haya vencedores ni vencidos.
Asomarse para recordar que, ante todo y sobre todo, el ser humano es persona.
Obviamente, rememora el conflicto fratricida de la Guerra Civil (1936-1939). Con el uso de anáforas (“Asomarse”), conjunciones, infinitivos y paralelismos sintácticos, consigue levantar el ritmo propio de la poesía. Llaman la atención varias metáforas: una de María Zambrano, injertada en el texto (“diamante de pura luz”) y otra metáfora preposicional: “redes del pensamiento”. En el último verso alude a una idea del libro ético-político más maduro y vigente de María Zambrano, Persona y democracia. Zambrano define democracia como “la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, ser persona”. Etimológicamente, “persona” significa “por sí misma” y, en consecuencia, apunta al concepto de “autonomía”. Por tanto, la democracia necesita personas, y las personas, para desarrollarse plenamente como tales, necesitan democracia. Se trata, pues, de una exigencia recíproca. Ciertamente, la guerra, al igual que cualquier forma de violencia, instrumentaliza a las personas y, por consiguiente, les impide ser eso que ya son en potencia, así como lo que aguardan ser, una promesa de vida por conquistar que la fatalidad de la existencia puede truncar en cualquier momento. Recuérdese el adagio latino: “mors certa, hora incerta”. Ahora bien, con el debido respeto, pues la creación es un espacio tan delicado como sensible, creo que el poema sería más memorable aún si hubiera concluido en el verso: “para que no haya vencedores ni vencidos”. Además de provocar un efecto más inesperado en forma de epifonema, revela una verdad que es al mismo tiempo belleza, y una belleza que es verdad: ojalá llegáramos a comprender adecuadamente que en aquella guerra fratricida, al igual que en cualquier otra, no hay vencedores ni vencidos.
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