Una novela intensa que enfrenta nuestro pretérito reciente (la guerra civil española y la resaca de todas sus consecuencias) con la actualidad que vivimos, en donde, para algunos, la huida de las urbes se hace necesaria por buscar algo de paz y de tranquilidad en esos pueblos y aldeas que denominan la España vaciada.
Seca en el decir, la novela, en la forma incluso, tajante en las expresiones “Los ojos cerrados”. Dura. Escabrosa como todo atropello en los que la dignidad de las personas es barrida por la fuerza del fanatismo y la coacción de las armas, apagando el ardor de la vida en la tierra que nos da sepultura.
Dolorosa. Sin pocas florituras las más de las veces. Solo los hechos crudos y la suma del espanto y el desgarro entrevisto en los ojos, en el cuerpo y en los sueños parcos y circunspectos de algunos de los moradores de un pequeño pueblo; tosco el pueblo sin nombre al que llama la narradora Pueblo Chico, rudimentario el mismo, anclado a otra época por las señales inequívocas que dejan el dolor y la ausencia, por lo que algunos recuerdan, por lo que aún se teme porque es como una segunda piel, y pese al tiempo transcurrido desde la guerra aún se espera, aún pueden volver los fantasmas.
“Cuidado con la sierra, se come a la gente”, le hace decir Portela a uno de los personajes. Una sierra que vio esconderse a los hombres y también cómo otros hombres, perseguían con saña a los primeros.
Pretérito y presente, decíamos. Pero, las pesadillas, los sueños, el recuerdo de lo que sucedió sigue estando presente para algunos, como el manto de una niebla persistente que no terminará jamás de levantarse si no se aclara lo acaecido.
Pero, esperar, levantar la verdad de la tumba en que fue encerrada por la Historia, parece que no es posible, a pesar de los intentos de muchos que reivindican eso que llaman “la memoria”. Esa verdad atroz que asesinó millones de sueños junto con los cuerpos que los albergaron. Que llegaba de madrugada soliviantando la paz de los hogares, la armonía de la vida y de la convivencia.
El viento asesino que envuelve a toda guerra como la sombra de un huracán imparable sin racionalidad posible. Miedo, solo temor, hambre, desdicha, orfandad, ausencia, animalidad, carencia, bestialidad si quieren.
Memoria histórica en vena, en la sesera, nos introduce Edurne Portela en “Los ojos cerrados”. La maldad en abstracto con todas sus cuchilladas. Las que pasaron nuestros antepasados, las que habitan en muchos sitios del mundo y las que lo harán en el devenir en otros lugares para desgracia de la humanidad.
No obstante, Edurne Portela ha decidido no contar esta historia de forma lineal, como una novela río que debe desembocar en el mar del desenlace. No. Y quizás sea porque el desenlace ya sabemos cuál es, lo conocemos: No estamos al corriente de ese pretérito tan cercano y que nos ha hecho como somos. Nos lo han ocultado. Pero, eso es lo que una pareja de recién llegados a Pueblo Chico descubrirá en algunos de sus habitantes y en sus historias, a través las más de las veces de frases que parecieran incongruentes o nacidas de la locura o de una avanzada demencia senil.
La historia pareciera así, tal como está contada, algo deslavazada, inconexa si quieren, y requiere a mi entender el esfuerzo de un lector atento, pero, para muchos supondrá un goce estético sin duda.
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