Sobre esta verdad, como símbolo de un patrimonio vital, que ya se inicia en el frontispicio del texto con la cita de Séneca, quiere hablar Medina Poveda. De hecho tampoco son baladíes algunas otras citas como la de Bauman, cuando dice en su poema «Amor líquido»: “El amor es un préstamo hipotecario a cuenta de un futuro incierto e inescrutable”. Si la incertidumbre era ya una palabra asentada, los tiempos de tragedia colectiva la hacen todavía más visibles. En este poema se hace definitiva nuestra liquidez, nuestra inminencia y nuestro reparo, y esa devolución a la vida en medio de la liquidez, buscando la solidez tan etérea del acto amatorio. Sobre esta geografía humana se proyecta la razón de ser de un poemario que aborda esa verdad personal y sus pertenencias, desde los espacios cotidianos y nuestras actividades diarias hacia el ciclo de la vida, el cambio de un piso, una colada, y la mudanza… como constante metáfora de una época. El culto al cuerpo puede ser ese símbolo de los tiempos donde lo fragmentario crea su propia finitud, esa angustia de ser ante las derivas inesperadas: “aquel soy yo:/ el hombre reducido a un contorno de nadie o de cualquiera,/ que sostiene un tornillo para montar su mundo,/ aunque parezca/ que solo está montando un taburete”. Medina Poveda desconfía profundamente de una existencia que considera absurda y sustentada sobre principios que solo la hacen más versátil e inestable. De ahí la necesidad de desmontar este mundo y su título obedece a la condición última de esa verdad.
La existencia nunca corresponderá a lo vivido y de lo endeble surte el miedo sus raíces e incluso en el amor, tan huidizo y frágil, en esas plagas que va acumulando el tiempo que amaina siempre en lo más endeble. Y esa debilidad está presente en el hombre contemporáneo, en sus estremecimientos, en sus viajes: “Me iba dando/ las píldoras de angustia necesaria/ para enfrentar la vida./Yo ni siquiera había salido de mi barrio,/ ni conocía vicios,/ ni cárceles de amor, ni otros rincones,/ pero ya me angustiaba ese poema/ con aroma de fatum proceloso”. En el fondo, como Kavafis, siempre está presente esa gran metáfora del homo viator ante un mundo ancho y ajeno sobre el que somos piezas convertibles y frágiles: “«La ciudad» siempre me acompaña,/ perdí ya la esperanza de hallar otras mejores/después de haber vivido en tres países/ y mirarme al espejo avec ma gueule de métèque,/ títere tartamudo de otra lengua”.
En este encuentro con el mundo y consigo mismo todo es susceptible de saltar por los aires en la humanidad del abandono en la que se encuentra el yo poético, necesitado de una solidez antigua que no encuentra y acaso falto de una verdad que le ofrezca sentido al todo. Pero si ese yo doliente se halla como un reclamo, no es menor el compromiso con el otro. Con esos migrantes que asumen el desconcierto de lo creado ante una búsqueda de ciudadanía que nunca llega ante el juego de abandonos mutuos, lo que conduce a la alteridad que nace de la conciencia ante un mundo completamente dominado por la sinrazón: “De adquirir vengo un trozo de conciencia.// Ahora más que nunca soy creyente,/ gracias al mundo estoy desengañado”. Todo puede ser oscuro, todo puede ser líquido, pero nunca la condición del ser que piensa y necesita cambios y transformaciones, en una lírica que nace para la reflexión y la alegoría del compromiso, mientras el tiempo va a nuestro encuentro como una pieza más que nos va conmoviendo y transformando: “Yo he visto aquel reflejo en muchos rostros/ que encuentran sus esbozos en los charcos/ mugrientos de la acera,/ y ven las cicatrices invisibles,/ los trazos que dibuja a hurtadillas el tiempo”. Una poesía que siempre nace de la herida, que va creciendo a medida que su verdad se hace poderosa y ve que su libro va nadando hacia sí mismo en una liquidez continuada: “que en su líquido turbio y tortuoso/ alguna vez nadó un poeta/ que ya es libro, un cadáver/ que ahora es agua, y llueve/ humanamente”.
En definitiva, la imagen de un ser dolorido en su humanidad que penetra en la transitividad de lo creado, en su tiempo vivido, en las marcas del recuerdo, esa memoria que va alimentándonos con el tránsito vital y sus tiempos como arquitecturas definitivas, inflamadas y humanas: “Contempla desde el fondo de tu estancia,/ llena de muerte y nacimiento,/ el absurdo paisaje de la vida,/ y nunca olvides/ dejar siempre una puerta abierta”.
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