"El juicio del agua" (Grijalbo) es un apasionante relato lleno de aventuras, intrigas, misterios y conspiraciones sobre el resurgir en España del Derecho romano y los cambios que ello supuso para la sociedad medieval, entre otros el impulso de la economía de ciudades portuarias como Barcelona, donde se sitúa gran parte de la trama. La acción discurre a lo largo de las tres últimas décadas del siglo XII, en plena Edad Media, una de las épocas más oscuras de nuestro país, cuando aún imperaban las leyes feudales, donde los conceptos de equidad y justicia eran una quimera y para dirimir la inocencia o culpabilidad de alguien se recurría a sacrificios y ordalías o juicios divinos –vigentes hasta el fin de la Edad Media y la restitución del Derecho romano–, que siempre favorecían a los nobles y abandonaban a su suerte a los más débiles y empobrecidos de la sociedad.
Sobre una base histórica impecablemente documentada, que permitirá al lector descubrir numerosas curiosidades en torno al mundo del Derecho –algo que Ferrándiz domina bien pues es abogado de profesión–, compone el autor una ficción que protagonizan el payés Robert de Tramontana, el Condenado, futuro Legum doctor, doctor en Leyes en la ciudad condal -quien se verá influenciado por la escuela del Fuero de Jaca y la de los glosadores de Bolonia, germen de la Universidad–, y Blanca de Corviu, legítima heredera del castillo de Olèrdola, que se verá desposeída de todos sus derechos feudales. Ambos personajes estarán unidos irremediablemente desde el principio de la trama por el injusto y «divino» juicio del agua al que fueron sometidos siendo niños y que les dejó graves secuelas físicas. En la ficción, Ferrándiz entremezcla elementos de la novela histórica, la épica de las grandes aventuras, la crónica de viajes y la tensión y el suspense del thriller; todo ello aderezado con algunas pinceladas de relato romántico que sirven para relajar el frenético ritmo de la acción y mostrar un universo, el femenino, que en esa época permanecía al margen del devenir de la sociedad y al que el autor parece querer rendir un pequeño homenaje en la novela.
Gracias a esta minuciosa superposición de elementos de crónica histórica y ficción novelesca, El juicio del agua se convierte en un cuaderno de bitácora de una época agitada y deslumbrante de grandes cambios en la sociedad feudal. Como escribe Ferrándiz en las páginas finales de su monumental obra, «la novela planea sobre hechos claves de los reinos cristianos hispánicos a finales del siglo XII como los problemas del futuro rey Alfonso IX de León y las Cortes de 1188 en León (reconocidas por la Unesco como el primer sistema parlamentario europeo documentado), la rebelión del vizconde Ponce III de Cabrera, la labor de los foristas de Jaca o los torneos de caballería clandestinos, pero, sobre todo, busca sumergir al lector en los profundos cambios jurídicos introducidos en esos años que, para algunos historiadores, constituyen el primer Renacimiento.»
Así, entre sus páginas conviven complejos personajes novelescos salidos de la pluma del escritor –que dan sentido a la trama y enriquecen la acción–, y muchas personalidades históricas, como el rey Alfonso IX de León (1171-1230), hijo de Fernando II de León y de Urraca de Portugal y último rey de León como reino independiente; el rey Alfonso II de Aragón y conde de Barcelona (1157-1196); su esposa, la reina Sancha de Castilla (1154-1208); el hijo de ambos, Pedro II de Aragón (1178-1213), bajo cuyo mandato fue posible el movimiento social conocido como Paz y Tregua, la respuesta de la Iglesia y de los campesinos a los abusos perpetrados por los nobles feudales; el cardenal Lotario de Segni (1161-1216), conocido después como el papa Inocencio III; Giovanni Bassiano, jurista italiano del siglo XII perteneciente a la primitiva escuela de glosadores de Bolonia y cuyas sentencias ejercieron gran influencia entre los juristas catalanes medievales; el senescal, mayordomo real, Guillem Ramón de Montcada; el arzobispo de Tarragona, Berenguer de Vilademuls, firme defensor de la Paz y Tregua, asesinado en 1194 por Guillem de Montcada, nieto del mayordomo real; o Ramón de Caldes, jurista y decano de la catedral de Barcelona y artífice del Liber Feudorum Maior, cartulario donde se recogen documentos referentes a los dominios de la casa condal de Barcelona. Las ordalías consistían en «invocar y en interpretar el juicio de la divinidad a través de mecanismos ritualizados y sensibles, de cuyo resultado se infería la inocencia o la culpabilidad del acusado». En la imagen, un grabado del siglo XVII muestra una ordalía por agua.
Con un admirable dominio del suspense y la intriga, Juan Francisco Ferrándiz construye una trepidante novela épica que tiene como epicentro la ciudad de Barcelona y su territorium –campos, masías y poblados de alrededor–, pero que también recala en la catedral de León, el monasterio de Santa María de Ripoll o las escuelas de Jaca y de Bolonia (Italia), entre otros escenarios, en una época en la que los viajes se prolongaban durante meses y los peligros acechaban por todas partes. Y entre asesinatos, misterios, traiciones, libros secretos, viajes inciertos, torneos medievales, derechos feudales y ordalías, hay cabida en las casi 700 páginas que componen la novela para una historia de amor; mejor dicho, varias historias, siempre truncadas por los avatares del azaroso destino que se cierne sobre su protagonista, Robert de Tramontana. Porque si algo tienen en común las valientes mujeres de este monumental relato –la noble Blanca de Corviu, como el gran amor del Condenado; pero también la juglaresa Salomé; la hija de esparteros, Guisla de Queralt; la italiana Novella Gozzadini –personaje inspirado en la jurista boloñesa nacida en 1209 Bettisia Gozzadini, de quien se dice que fue la primera profesora universitaria de la historia–; o Arabella, la esposa del mayor falsificador de Bolonia, entre otras–, además de valor para embarcarse en peligrosas aventuras de la mano del protagonista, es su capacidad de amar, algo que el autor subraya en escenas de una elocuencia demoledora.
Juan Francisco Ferrándiz hace gala de un estilo ágil de escritura que lleva en volandas al lector hasta sus páginas finales. Su prosa, que no renuncia a los ribetes poéticos, recrea con precisión el habla de la época, dotando de verosimilitud los diálogos entre los personajes. A su vez, los continuos saltos espaciales impregnan de un ritmo frenético a la narración y nos permiten sumergirnos en un fascinante recorrido geográfico, cuyos escenarios son reconstruidos al detalle –algo a lo que acostumbra Ferrándiz en todas sus novelas–, y en los que nos encontramos con una interesante radiografía de las clases sociales a través de sus marcadas diferencias. Estos elementos revelan el exhaustivo trabajo de investigación y rigor histórico que se esconde tras la escritura de este libro, al que Ferrándiz ha dedicado los últimos dos años, a través de un minucioso trabajo de compilación de fuentes históricas.
El juicio del agua es una obra de orfebrería en la que cada pieza va encajando con la otra a medida que se desarrolla la narración hasta llegar a su clímax final, que no es otro que evidenciar el papel de sus protagonistas en la recuperación del antiguo Derecho romano durante la Edad Media –inspirado en la equidad como fuente de justicia–, como reconoce Ferrándiz en la nota que cierra la novela. «Una de mis intenciones era mostrar el tremendo esfuerzo que ha costado lograr ciertas libertades fundamentales que gozamos hoy en día en muchos países. (…) Tras la caída del Imperio romano, se pasó de juzgar con las reflexiones de Cicerón a someter la decisión a un hierro candente o a un combate, y lo más grave es que se olvidó hacerlo de otro modo».
En definitiva, El juicio del agua es una epopeya histórica que entrelaza amor, ambición, secretos, venganzas y traiciones entre personajes variopintos, protagonistas todos ellos, históricos y ficticios, de una época oscura y fascinante, el fin del siglo XII; pero en la que, además, Juan Francisco Ferrándiz –quien atesora un verdadero ejército de lectores en varios países desde la publicación en 2019 de La tierra maldita–, concede gran importancia al trasfondo de la misma, que no es otro que la recuperación durante la Edad Media del antiguo Derecho romano, el ius commune, y las declaraciones de Paz y Tregua, lo que en su opinión constituye el embrión de los Derechos Humanos. «El paso de sentenciar invocando ordalías y costumbres a hacerlo con el intelecto y los principios del Derecho romano fue un hito mayor de lo que podamos imaginar: cambió la historia. (…) Ahora saber lo que es justo e injusto nos parece simple, pero es pura ingeniería intelectual aprendida con el ius commune. Sin él, el mundo sería otra cosa», concluye
Juan Francisco Ferrándiz (Alicante, 1971) es licenciado en Derecho y actualmente ejerce como abogado en Valencia. Su novela Las horas oscuras (Grijalbo, 2012) supuso un exitoso debut en la narrativa épica y le granjeó un puesto entre los autores más conocidos del panorama literario nacional. Sus obras posteriores, La llama de la sabiduría (Grijalbo, 2015) y La tierra maldita (Grijalbo, 2018) confirmaron su nombre como uno de los más importantes dentro de la ficción histórica en español, reconocido también internacionalmente con sus libros traducidos a once idiomas.
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