El prólogo de esta obra define, con toda nitidez, las intenciones del autor y de su obra; como título es correcto, pero llamar “JUSTOS” a los aliados en la 2ª Guerra Mundial me parece, como poco, más que apresurado e inexacto. Todo parte, según el autor, de la teoría de la relatividad (mayo de 1905, perfilada del todo en 1917) o de la energía nuclear de Albert Einstein (1879-1955), que es la fórmula, que define que: la energía de un cuerpo en reposo es igual al producto de la masa de ese cuerpo multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado, E=mc2. Con la base en esta fórmula, los “inocentes y justos” norteamericanos del amoral presidente Harry S. Truman (Lamar, 8 de mayo de 1884- 33º presidente de los EE. UU, desde 1945, hasta Kansas City, 26 de diciembre de 1972), dieron fin a la Segunda Guerra Mundial, lanzando sendas bombas atómicas sobre dos poblaciones japonesas, Hiroshima y Nagasaki; la destrucción y las muertes fueron terroríficas y a millares, las secuelas de neoplasias genéticas hereditarias siguen en activo en esas dos urbes. Todo parte de la posibilidad de producir una reacción en cadena en el seno del átomo. El período de entreguerras, que abarca desde 1918 hasta 1939, es aquel en el que los físicos europeos comienzan a colaborar con los gobiernos, en previsión de que hubiese otra guerra que precisase armas más sofisticadas para acabar con un hipotético enemigo, ya que comienzan a aparecer ideologías políticas preocupantes, y en la URSS el genocidio de un criminal como Josif Stalín está en plena ebullición militarista. Entre el declinar del año 1938 y los albores de 1939, un grupo de científicos alemanes confirmaron a la comunidad científica el logro de la fisión o división nuclear del átomo de Uranio. El resto del planeta se quedó paralizado por el terror, ya que conocían como actuaba el régimen gobernante en Alemania. Uno de esos físicos alemanes, concretamente el más eximio de todos ellos, llamado Werner Heisenberg había sido premio Nobel de Física en 1932, quien abominaría del descubrimiento mucho tiempo después. “En vez de ello, ese mismo año, un número muy reducido de personas altamente cualificadas se vio de pronto en posesión de unos conocimientos y unos recursos con los que podrían, al menos en teoría, decidir el resultado de la guerra si esta llegaba a estallar –y esto parecía cada día más probable-. ¿Podía existir algo más dramático y trascendental que una idea con la suficiente potencia para decidir la victoria en una guerra mundial? El propio Einstein estaba inquieto”. El proyecto investigador, en los EE. UU. de América, se llamó Proyecto Manhattan, y desde 1942 hasta 1946 estuvo bajo la dirección del general de ingenieros Leslie Richard Groves Jr. (Albany, 17 de agosto de 1896-Washington D.C., 13 de julio de 1970. “Siempre defendió que ambas bombas habían sido un mal necesario y que nadie fue afectado por la radiación después de la detonación de las bombas, contra toda evidencia”), quien manifestaría, a posteriori y cínicamente, que esas armas iban a ser dirigidas contra la URSS (“El Verdadero Enemigo”). Las bombas se diseñaron en el Laboratorio de Los Álamos (Nuevo México) dirigido por el físico nuclear, de origen judío, Julius Robert Oppenheimer (Nueva York, 22 de abril de 1904-Princeton, 18 de febrero de 1967. “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”). El 16 de julio de 1945 en el desierto de Alamogordo, en el Estado hispánico de Nuevo México, tuvo lugar la primera deflagración de aquel terrorífico objeto, que tanta sangre iba a provocar en unos minutos. El 17 de julio de 1945, el presidente Truman preparó el terreno en Postdam con el dictador soviético Stalin, era necesario justificar el acto y dejar atados todos los cabos. El 8 de agosto de 1945, la URSS declaró inopinadamente ¿la guerra? a un derrotado Japón, y el 9 de agosto los tanques del ejército rojo entraron en Manchuria, región china en poder del Imperio del Sol Naciente. El escepticismo de muchos generales estadounidenses fue bastante amplio. Entre otros de mayor o menor enjundia, el luego presidente Dwight D. Eisenhower (Denison, Texas, 14 de octubre de 1890-34º PRESIDENTE DE EE. UU., desde 1953, hasta Washington D.C., 1961. Fallecimiento, 28 de marzo de 1969): “Mientras enumeraba los motivos, me iba invadiendo una sensación de desaliento. Le trasladé mis reparos: en primer lugar, mi convicción de que Japón ya había sido derrotado y por tanto lanzar la bomba era completamente innecesario; y, en segundo lugar, que creía que nuestro país no debía estremecer a la opinión pública mundial con un arma cuyo empleo, en mi opinión, ya no era imperativo para salvar la vida a más norteamericanos. Yo creía también que Japón ya solo buscaba una fórmula para rendirse, que solo quería ‘salvar la cara’”. Asimismo, el almirante William Frederick Halsey, Jr. (Elizabeth, 30 de octubre de 1882-Fishers Island, 20 de agosto de 1959), al mando de la Tercera Flota pudo objetivar la ausencia de resistencia nipona a sus ataques sobre el litoral japonés: “La primera bomba atómica fue un experimento innecesario…(los científicos) habían inventado un juguete y tenían ganas de probarlo. Por eso la lanzaron… mató a muchos japoneses, pero hacía tiempo que los japoneses se habían puesto en contacto con los rusos y tanteado la posibilidad de la paz”. La razón primordial, errónea, que contempla este libro conspicuo, es que los norteamericanos creían que los científicos alemanes estaban al borde de conseguir el artefacto, algo absolutamente irreal. “Populi romani est propria libertas”. Puedes comprar el libro en:
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