Comme il faut nos repite Fritz Zorn, el trágico protagonista de Bajo el signo de Marte. Un, como se debe, que a él le llevó hasta el abismo; una meta final de la que no pudo escapar, por más que, identificar el cáncer del alma que le afectó durante los primeros treinta años de su vida, le llevara a padecer el cáncer del cuerpo en forma de linfoma maligno que acabó con su vida a los treinta dos años. Como nos dice el autor de este ensayo vital: «el tumor son las lágrimas tragadas» (al más claro estilo pessoano). Y de ese constante tragar hacia adentro, nace su alejamiento del mundo primero y su neurosis después. Una locura que le llevará hasta la muerte y a nombrarla como: «el carcinoma de Dios».
Bajo el signo de Marte representa la lucha del guerrero contra su aciago destino, porque como muy bien nos dice Fritz Zorn (seudónimo de Fritz Angst) al final del libro: «Me declaro en estado de guerra total». Un enfrentamiento bélico que deviene en familiar y existencial cuando por fin es consciente del mal que sus padres, lo burgués, o lo tranquilo, le han inoculado en su alma. Por ejemplo, para sus padres, la vida consistía en pasar de puntillas sobre ella sin enterarse, de una forma tranquila y anodina que les mataba cualquier mínimo signo de vida, esperanza, afecto o dignidad. Todo era impostado en la Orilla Dorada de Zurich donde vivían, y en la que se crio el protagonista. Todo estaba en orden. Todo estaba muerto, pues aquel que renuncia a vivir permanece de pie, pero muerto cual estatua de un parque que ya marca con mucha antelación el futuro de sus grises días.
Zorn protesta contra la sociedad, contra el mundo, contra el sistema burgués y sus instituciones, sin por ello hacer nada para salir de ellas o mostrar su rebeldía, sino que sus días transcurren con cautela y una especie de observación anónima y cauterizada. Su renuncia al amor, al sexo, a la amistad o a sus propios deseos, le retratan como un ser inerte que solo marcha por el camino que previamente le habían trazado. Él, ve en sus padres, el inicio y la esencia de su mal. Y esa es su forma de legislar su miedo cuando ya es demasiado tarde. Llama la atención su desafección del mundo terrenal en la búsqueda de su salvación. Quizá, por ello, echa mano del conflicto entre su individualidad y el espíritu burgués, haciendo de ello un constructo donde ser desdichado no es un destino, sino una culpa. La expiación de la culpa, en este punto, se vuelve ajena al individuo para remarcar el territorio de lo ajeno y general. De un Dios en forma de carcinoma. De una sociedad aliada con la no vida. De un mundo ajeno a la esperanza que subyace en todos y cada uno de los hombres desde que nacen. Y todo ello visto y vivido desde el interior de ese reflejo extraño en el que nos convertimos cuando salimos de nuestra vida o del reflejo del espejo que nos tienen atrapados. Aquí ya no importan ni el dinero, ni la posición social, ni el advenimiento de la culpa como un todo, sino que, al final, ese todo se reduce al cáncer del alma, aquel que nos aniquila sin remedio antes de que hayamos muerto.
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