Ángel Olgoso es uno de los autores de referencia del cuento en castellano. Ha publicado los libros de relatos Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, El vuelo del pájaro elefante, Los demonios del lugar (Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com y finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica), Astrolabio, La máquina de languidecer (Premio Sintagma 2009), Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995 (finalista del XVII Premio Andalucía de la Crítica), Cuando fui jaguar, Racconti abissali, Las frutas de la luna (XX Premio Andalucía de la Crítica), Almanaque de asombros, Las uñas de la luz y Breviario negro. También ha publicado el poemario Ukigumo, el libro ilustrado Nocturnario y una recopilación de sus textos de no ficción, Tenue armamento. Ha obtenido una treintena de premios y relatos suyos se han incluido en más de cincuenta antologías del género. Es, además, fundador y Rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, Auditeur del Collège de Pataphysique de París, miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos. Ha sido traducido al inglés, alemán, italiano, griego, portugués, rumano y polaco. ¿En qué se diferencian los relatos de Devoraluces de los de sus libros anteriores? Me temo que mi gusto por el Romanticismo Negro embridó durante cuarenta años el gusto por la vida. Literariamente hablando, procedo de la tradición de la extrañeza, la que obtiene revelaciones de mundos desconocidos, inquietantes, oníricos, la que consigna visiones intensas y turbadoras, entre la sorpresa y la quimera, siempre imaginativas, siempre un tanto sombrías y que a lo sumo rezuman un humor negro. Devoraluces, en cambio, tiene una dimensión celebratoria, resalta el lado gentil de la existencia, los avaros instantes de dicha, la poderosa y a la vez delicada belleza del universo, la felicidad de amar y ser amado, todo lo que simplemente es, todo lo que tiende a la luz. Devoraluces resulta así, mi libro más vitalista (con desnudo integral incluido), un libro abierto a los sentidos donde remite el pesimismo y se insufla al lector un ánimo benigno y positivo. Es, en definitiva, un catálogo de las efímeras dulzuras del ser humano. Sabemos que los momentos espléndidos son tan raros como el fulgor de las luciérnagas, y esa quizá sea realmente la experiencia de la literatura, ver el cosmos como un milagro. Cada uno de los catorce relatos de Devoraluces intenta celebrar a su modo la bondad, la alegría, la capacidad de maravilla, la fuerza arrasadora de la pasión -ya sea amorosa o creativa-, la esperanza, los sueños, la fascinación de las historias, la solidaridad, la devoción filial, el consuelo que procura el arte y la exaltante afirmación de sentirse vivo. ¿Ese giro en su narrativa ha sido premeditado o surgió de forma natural? Nació espontáneamente -o al menos se potenció- tras conocer en 2013 a la poeta y artista chilena Marina Tapia. Mi encuentro con ella fue un bien inesperado Escribí casi todos los textos de Devoraluces bajo el influjo benéfico de ese tornado personal, de esa dulcísima y enriquecedora colisión, en cuyas órbitas sincrónicas aún estamos (y seguiremos por siempre) rotando. Aunque imagino que también influyó la evidencia de que, con el paso del tiempo, uno se da cuenta de lo fugaz y frágil que es todo y desarrolla como defensa cierto vitalismo. En este volumen no sólo asumí esa defensa lógica sino que, bajo el risueño auspicio de Marina, quise escribir un libro que diera gusto leer e hiciera soñar, que presentara a cada renglón algo hermoso, que imprimiera un tratamiento poético a la materia narrativa, dotándola de sensualidad, que buscara los instantes de plenitud entre los pliegues a menudo tenebrosos de los días. Un libro que fuera un ungüento para tiempos amargos como los que ahora vivimos, una ola fluyendo sobre el lector como el sol sobre un campo. Ya sabemos que las palabras nos salvan y que, sin lenguaje, el amor no existe. Ojalá este libro ponga siquiera una gota de claridad en la vida de alguno de sus frecuentadores. Estoy pensando ahora que, inconscientemente, tal vez tuvo algo que ver un reto que propuso hace años el escritor y crítico Jesús Cotta cuando, en su reseña de La máquina de languidecer, se lamentaba de que a pesar de estar maravillado con mis relatos, estos se asomaban a un mundo oscuro y en ocasiones espantoso, y me invitaba a escribir textos 'donde de pronto se haga la luz allí donde había solo oscuridad'. En los relatos de Devoraluces, como en el resto de sus libros, vuelve a apreciarse una gran variedad de registros, texturas y épocas, quizás hermanados por el esmero casi preciosista del lenguaje. Hace años que vengo explorando un territorio fronterizo entre lo narrativo, lo poético y lo metafísico, y Devoraluces no es un excepción, con la diferencia de que aquí he regresado a los orígenes del cuento (Homero, Las mil y una noches, Cervantes, etc.) para en cierto modo despedirme de él. Entre sus textos hay una rememoración del mágico encantamiento de las luciérnagas en las noches de verano de la infancia; está el mar que contiene la suma de todos los sueños de todos los hombres desde los albores del tiempo; la narración mítica de una cruzada en busca de hombre de sencillo y alegre corazón; un viaje a la médula de la literatura con Ulises brincando sobre distintas obras señeras de la cultura occidental hasta llegar al siglo XX, infiltrándose en cada una de ellas; la salvación, a través del color azul, en el infierno de los campos de concentración; la crónica de las noches en Villa Diodati llevada a cabo minuciosamente por la misma casa; una radical vuelta de tuerca a la premisa de Las mil y una noches; la descripción y propiedades de una máquina que cobija todas las vidas alternativas que fueron descartadas por cada decisión; los hechos que llevaron los papeles de Cide Hamete Benengeli hasta las manos de Cervantes; una especie de Cantar de los Cantares del frenesí erótico en los primeros tiempos de una pareja, expuesto por orden alfabético. Creo que Devoraluces podría estar en la órbita de un delicioso cuento de Chéjov titulado Alegría, de la 'luz viajera' de la canción de Leonard Cohen, o bajo la advocación de Lord Dunsany, creador consagrado a un mundo personal de fantástico encanto. Su escritura preciosista -como la que sugiere con buen criterio su pregunta- estaba llena de un aroma exótico y fabuloso, lleno de detalles, de lírica y simbolismo. La numerosa secuencia de citas iniciales parece insistir, cronológicamente, en la luz como visión fugaz de un inefable paraíso. La escuela Shingon enseña que todos somos seres iluminados aunque no lo sepamos. Si se mira con detalle, y si se tiene suerte, se pueden descubrir los instantes dulces y luminosos, encontrar ese sentimiento de iluminación que atraviesa todas las cosas y que puede transformar a la persona en un ser feliz y eterno, esa luz blanca del asombro que brilla inalterable en la memoria. Algo así como lo que era la gloria para Raymond Roussel, representada a veces como una estrella en la frente o como un líquido luminoso, como una sustancia radiante que permite a los cuerpos no descomponerse y revivir indefinidamente el episodio esencial de su vida, como un resplandor, como un éxtasis de los sentidos, como ese supremo deleite, como ese anhelo del paraíso que en contadas oportunidades nos regala la existencia. La idea que rige Devoraluces -apólogos sobre la búsqueda de lo precioso en esta tierra- se halla cerca de aquellas palabras que escribió en su diario Etty Hillesum, asesinada en Auschwitz en 1943: "Quiero estar en medio de todo aquello que la gente llama 'atrocidades' y aun así decir luego: la vida es hermosa. Quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas". Quizá ahí resida la más honda verdad, en el pálpito espontáneo de un acto de bondad, en la ternura, el respeto, el candor, la delectación de los placeres, unos niños que ejercen su libertad jugando en el campo, la pulsión vehemente de inventar historias, toda la belleza del mundo encarnada en un rumor de fábulas o en cuerpo en sazón. "La belleza estética, la armonía, el resplandor, son endorfinas de la mente"El título parece un curioso neologismo, ¿por qué elige esta palabra? La oscuridad -como el dolor, la codicia, la aflicción, la crueldad y otras miserias que tiznan y empequeñecen la aventura humana- es parte de la vida. En esta tragedia muchas veces absurda y angustiosa, la mujer y el hombre son infelices y mueren, y sólo el arte y el amor (o la riqueza de un universo interior propio) proporcionan consuelo y nos reconcilian con nuestra fragilidad. Por eso, al igual que sol se abre paso tras la tiniebla nocturna, se precisa atravesar las sombras para llegar a la luz y alimentarse de ella; es decir, celebrar la condición caduca pero embelesadora de las escasas ocasiones de goce o serenidad, su lado benefactor. La belleza estética, la armonía, el resplandor, son endorfinas de la mente. El título de Devoraluces es una sola palabra, una palabra que no existía hasta que la puse en la portada, es la ilusión puesta en un vino nuevo, en un hálito, pero no se trata en modo alguno de un gesto gratuito sino propio de alguien a quien le preocupa la calidad estilística tanto o más que el tema, aunque ello reclame del lector un ejercicio sostenido de atención. Cualquier escritura que sea una declaración de amor incondicional por el lenguaje, requiere una exigencia y un estado de calma propicio para su lectura. Los relatos de Devoraluces caminan morosamente en pos de la belleza, ya sea anhelo, estado o huidizo misterio, sirviéndose para ello de una intensificación de las sensaciones, de una sensorialidad que espero resulte sugerente. Es importante también el elemento del deslumbramiento al lector, mediante el asombro o la ruptura de sus esquemas. Volviendo al tema de los títulos, el último de los textos del libro, Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies, es, además de una bisagra que separará en dos mi producción literaria, la exposición de un sueño de juventud: escribir libros de relatos compuestos únicamente por sus títulos, concentrar historias apasionantes en esa línea, eliminar la trama y la retórica, represar las historias sólo en la palabra o en las pocas palabras de su encabezamiento -vigorosas, indelebles, poseedoras de la concisión fatal del rayo-, como un blasón que contengan en sí todo el sabor del argumento, todo un reino de posibilidades que el lector podría completar a su gusto. Con este texto entro ya de lleno en una nueva época creativa, más híbrida y libre, dejando atrás para siempre la ficción entendida como invención. ¿Este será entonces su último libro de relatos? Me temo que sí. No se trata de ese 'último cansancio' del que hablaba Cioran (comprensible tras escribir unos setecientos relatos en los últimos cuarenta años), o de ese creer que has soñado todos los orbes posibles, aunque es cierto que las ganas de escribir pueden flaquear, quedarse en unas brasas o incluso desaparecer. Pessoa, por boca de su heterónimo Bernardo Soares, decía que 'a fuerza de vivir imaginando se gasta el poder de imaginar, sobre todo el de imaginar lo real'. Me siento como un abuelo que cada noche ha llenado a sus nietos la cabeza de cuentos, suspendidos al borde del misterio, y que ahora está variando el rumbo y dejando atrás exclusivamente lo narrativo, la ficción pura, pero no los mundos sumergidos, remotos y fascinantes de la imaginación. Voy moviendo poco a poco el tablero, hago preguntas con otros formatos, estoy comenzando a explorarlos y representarlos de una manera múltiple y más libérrima, a combinar géneros, a usar todos los mimbres posibles (memoria, reflexión, crónica, evocación, invectiva, extrapolación, epigrafía, inventarios, esbozos, etc.); sin desatender las volutas de lo real, los excitantes de lo inmediato, con su horror, sus estafas, su desintegración social, con su caótica circunstancia. Devoraluces me reconcilió con la vida. En sus textos traté de ensalzar con magia y júbilo la existencia en la que nos consumimos, sabedor de que Dante condenó al infierno a aquellos que fueron tristes 'en el dulce aire que del sol se alegra'. Pero puede que en próximos libros -tal y como están los inciertos tiempos y el abrumado ser humano- vaya acumulando estupores y prime la rabia, la ira o, cuando menos, la melancolía. De hecho, el libro que escribí durante el confinamiento, Madera de deriva, apunta en esa dirección. Tal vez Chesterton formuló las palabras adecuadas: "Para aquellos que ven el último rayo a través de la oscuridad, la luz parece más misteriosa que cualquier oscuridad". Puedes comprar el libro en:
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