Al punto que estos nuevos hábitos y sus ingeniosos artilugios tejían otra realidad, que, por ser hija apurada y dolorosa de la anterior, acabábamos considerándola un avance. Sin embargo, conviene advertir que en cuanto adoptamos algo nuevo, condenamos al olvido a cuanto substituye, sea un respetable uso o sea cualquier valioso artefacto. Pues bien; presiento que esta epidemia ha condenado a ese desairado olvido a la prensa y al cine.
El apogeo de los periódicos estuvo vinculado a los cafés y a los casinos, donde las tertulias discutieron sesuda o acaloradamente sus gacetillas y sus editoriales durante los siglos XIX y XX; pero cuando estos venerables locales agonizaron, allá por los Ochenta y Noventa del siglo pasado, los periodistas debieron de interpretarlo como todo un luctuoso aviso de cuanto le aguardaba a los diarios, pues el mundo donde eran sustanciales estaba feneciendo. No supieron adivinarlo o no pudieron remediarlo y ahora, desgraciadamente, van a consumar, entre la pandemia y las nuevas tecnologías, el entierro de los periódicos. Esta lúgubre sentencia puede corroborarla cualquiera que esté al tanto de los balances de las grandes sociedades editoras de prensa del país, mientras yo, incapaz de interpretar esas tablas numéricas, me apercibí del asunto tras pasar durante meses ante un quiosco —como ya detallé aquí, en mi artículo titulado “La lengua viciada” (13 del 8 de 2019)— y observar cómo iban disminuyendo hasta unos exiguos montoncitos de cinco o seis ejemplares las, hacía apenas ocho o diez años, robustas pilas de decenas de periódicos.
Al parecer, la causa efectiva de esta mengua es doble; por un lado, la indiferencia hacia los diarios de dos sucesivas generaciones, que prefirieron a mass media distintos para satisfacer sus necesidades informativas, y por otro, la proliferación y la ductilidad técnica de las computadoras y de los smartphones, que han permitido la implantación social de una amplia gama de divulgadores informativos —sean periódicos digitales, canales de videos, blogs, etc…—. Y por si la disminución de su venta, ocasionada por estos dos factores, no supusiese poco peligro para su supervivencia, la actual epidemia ha sometido a las empresas de comunicación en general y a las editoras de periódicos, en particular, a una prolongada escasez de publicidad, cuya consecuencia inmediata es la premiosa supresión de costes —y las ediciones impresas los suponen y cuantiosamente—, y una acelerada adaptación a las más recientes y baratas tecnologías para intentar sobrevivir. En fin, que el futuro de los diarios consiste en transformarse en digitales.
En cuanto al cinematógrafo, ya saben que desde la irrupción del televisor como el electrodoméstico dominante, las salas de cine fueron disminuyendo por doquier en número y hasta en dimensiones, para quedar reducidas a estrechos multicines, que serán todo lo práctico e higiénico que ustedes quieran, pero que se me antojan encanijados almacenes, cuando recuerdo aquellos pomposos pseudoteatros, siempre engualdrapados de cortinones carmesíes y de molduras doradas, retumbando a polvorienta madera y atufando a pipí reposado, que es como debe sonar y oler un buen Western en panavisión. Pero si hasta hace un año, este era el tono de la circunstancia: una contenida contracción; tras las tajantes medidas profilácticas impuestas contra la epidemia, todo el negocio de la exhibición de películas se desbarató, y tanto que no solo se han suspendido las producciones, los estrenos y, por supuesto, los festivales, sino que, de prolongarse las restricciones sanitarias, está abocado a una clausura tan severa que, de resistir alguna sala de exhibición, será de las institucionales y casi museísticas, como las filmotecas.
Sin embargo, a las productoras de cine, para superar esta catástrofe, les bastará con adecuar sus films a las otras dos maneras de exhibirlos: la emisión por televisión y la descarga por streaming. Este par de formas de contemplación de una película —cuya importancia se constataba en las recientes promociones de las series de gran presupuesto o en las decisivas intervenciones de la plataforma Netflix en el negocio cinematográfico— tras el avasallador brote de la epidemia, se han convertido en el sólido porvenir de esta industria. Pero he aquí que ambas modalidades de exhibición están pensadas para disfrutarse en la intimidad; algo absolutamente contrario a cuanto persiguió el gran cine: la emocionada ósmosis de todo un patio de butacas.
De modo que esta epidemia va a enterrar al par de instrumentos culturales más populares que hemos conocido con la radio, porque —no nos engañemos— pertenecían a otra época; a esa cuando se disponía de tiempo para leer enjundiosamente el periódico y, luego, saborearlo defendiendo sus opiniones en la tertulia vespertina. En cuanto al cine, como ha vivido tantos años amenazado por la televisión, esta infección solo le ha supuesto la cruel y tan temida puntilla, pues aquellos días cuando se aplaudía o se pataleaba en la oscuridad de la sala, hace ya años que son un ajado recuerdo. Y en lo que respecta a nosotros, aunque sigamos leyendo noticias y viendo películas, según se presenta esta “nueva normalidad”, será algo demasiado triste por solitario.