Más allá de cuantos maliciosos pensamientos le suscitan a cualquiera esta insinuada familiaridad entre empleados y leones e, incluso, descartando que la noticia, así escrita, contiene todos los elementos para el guion de una lacrimosa película de Walt Disney, al ocuparse de animales indómitos, me recordó que entre nuestra ganadería brava no se había producido el menor contagio; muy a pesar de que esta temporada apenas se han ofrecido unas noventa corridas —quince de ellas, en Francia— y que, en consecuencia, las dehesas se han encontrado abarrotadas de cinqueños de lidia, quienes, si aún no han sido sacrificados para carne, pacerán entre la caótica angustia económica de muchos de estos solariegos establecimientos. Y ni por esas se ha producido un contagio; encomiable. Como encomiable es también que la editorial Libros del Asteroide haya decidido publicar las Obras completas de Manuel Chaves Nogales, cuyo más célebre título —al menos recuerdo tres ediciones del mismo, hasta hace bien poco disponibles en cualquier librería— es Juan Belmonte, matador de toros (1935), al que añadiría por inexcusable el divertido El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934). Ambos son fruto de dos largas entrevistas a un par de singularísimos Juanes del siglo pasado; el primero, Belmonte, el Terremoto de Triana, el hombre que impuso el “toreo parado” y del que dijo don Rafael el Guerra: “vayan a verlo porque ese no dura”. Y duró, y tanto que se suicidó en los años sesenta, contra lo que le rogó Valle-Inclán cuando pretendía proclamarlo el emblema trágico de la nación con aquello de “Juanito, solo te falta morir en la plaza”; a lo que, como saben, respondió imperturbable el torero: “se hará lo que se pueda, don Ramón”.
Por supuesto, Juan Belmonte es mucho más que el jugoso anecdotario que lo precede: sobre ser el matador que, con Joselito el Gallo, protagonizó la llamada “edad de oro” de la tauromaquia, recorrió en automóvil y de costa a costa los EEUU allá por los años veinte, se casó por poderes con la hija del presidente del Perú, vestía de caballero remilgado y escasamente de corto y con sombrero cordobés como se exigía a los de su gremio y frecuentaba sin desdoro a intelectuales como Ortega y Gasset, y ante todo, fue el niño pobre que soñó, a base de leer novelas de aventuras —he aquí algo de lo mucho y excepcional que nos descubre esta larga entrevista—, que el mundo era infinitamente más amplio y fascinante que su Sevilla natal y que, para transitarlo, solo atisbaba un camino: el toreo. Y en él se empleó, y con tanto coraje y astucia que cambió para siempre ese oficio de temerarios. Por eso, este libro es un pasatiempo ejemplar que cautivó y cautiva todavía no solo a los taurinos, sino a cuantos aprecien la vida como una aventura esforzada.
Respecto al otro título, El maestro Juan Martínez que estaba allí, recoge la confesión de un gitanito del flamenco sorprendido por la Revolución bolchevique en Kiev. Y allí se tragó la llegada de los blancos, de los rojos y hasta de los nacionalistas ucranianos, sufragados por los alemanes durante la Gran Guerra, y que, entre otros avatares, contiene un vívido retrato de León Troski arengando a la milicia revolucionaria, y claro, los terribles pogromos que se producían cuando tomaba la ciudad un bando u otro, pero que, por esa arraigada costumbre rusa, siempre acababa pagando la comunidad judía.
Y es que Chaves Nogales fue uno de aquellos intrépidos reporteros que recorrió la Europa de entreguerras, recuperado no hace ni tres décadas, como también ha sucedido con su colega Agustí Calvet, Gaziel, o como sucede, de tanto en tanto, con algún texto del gran Josep Pla. En cuanto a la ocultación de su figura y de casi toda su obra durante largos decenios a los lectores españoles, sin duda se debe a su huida durante la Guerra Civil a Londres y a su colección de cuentos A sangre y fuego (1937), publicada en Chile en mitad del fragor de los combates y en donde ninguno de los dos bandos de nuestra contienda sale bien parado, sino, más bien, ambos tachados de perversamente vengativos; lo que, como comprenderán, solo le procuró, tras su muerte en 1944, un olvido de plomo. No obstante, cuando vayan a regalar durante estas fiestas, no olviden al anterior par de Juanes; seguro que aciertan.
Y ya ven, comenzaba hablándoles de leones en el zoológico de Barcelona y he acabado entre toreros antiguos, algo parecido a lo que le sucedía a mi añorado amigo Javier Krahe, en su canción La Casa de Fieras (1993). Y, palabra de honor, les juro que no lo había premeditado.
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