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Guadalupe Nettel, "El cuerpo en que nací": el empedrado y largo recorrido de la vida

lunes 14 de diciembre de 2020, 09:06h
Hay taras que nunca se borran por más tiempo que pase. Signos de una singularidad que en un principio creíamos maldita y de la que luego nos confesamos fervientes defensores. Quizá, porque la tara con la que la naturaleza nos hizo diferentes nos sirvió de leitmotiv en el empedrado y largo recorrido de la vida. Azote de pasiones y desesperanzas. Musgo que se aferra a nuestra identidad con la persistencia de la lealtad más inquebrantable. Nada sería igual sin esa señal que nos diferencia, esa cicatriz de la que no para de brotar sangre, o esa nube blanca sobre el iris de uno de nuestros ojos que no nos permite ver bien.
El cuerpo en que nací
El cuerpo en que nací

La protagonista de esta historia de iniciación hace suyo todo ello con la perspectiva que le ha dado el paso del tiempo. La aceptación de la edad adulta se contrapone aquí a la rebeldía de la infancia y la adolescencia de una forma templada, sin más prejuicios que los que poseen los recuerdos, pues siempre se nos aparecen en forma de una nebulosa que en demasiadas ocasiones no coinciden con la realidad. En ese soporte autobiográfico se sustenta Guadalupe Nettel para ofrecernos el relato de la sociedad mexicana de finales de los setenta y principios de los ochenta y de los exilios de aquellos que lograron escapar de las dictaduras que en esos años dominaron Sudamérica. Una América Latina en pie de guerra a la que Guadalupe da voz desde la sencillez de la mirada de una adolescente que busca su propio camino. Un camino en forma de eco que le devuelve imágenes, vivencias y recuerdos de aquellos años. Esa peligrosa vista atrás no resulta ni desalentadora ni vengativa ni oscura, sino todo lo contrario, pues el relato que compone Nettel en El cuerpo en que nací es tenue sin ser anodino, impactante en ocasiones sin ser vertiginoso, y sobre todo valiente en la desconfiguración del paso del tiempo que siempre supone volver la mirada atrás. Sin estatuas de sal de por medio, la escritora mexicana va y viene en su relación familiar contraponiendo sus sucesos particulares con los más generales de la época que le ha tocado vivir: las Olimpiadas de México 1968, el Mundial de Fútbol de 1986, los nuevos métodos educativos, o la introducción del movimiento hippie en el núcleo familiar mexicano y las consecuencias que ello le conllevó a la protagonista de esta historia, y que la convierten en una exiliada dentro de su exilio.

Frente a ella, en este soliloquio expositivo se halla la doctora Sazlavski, el lado del fiel de la balanza que ejerce de voz oculta hacia la que se proyecta la dictadura del tiempo y sus grietas. En un estilo cotidiano, sencillo y sin muchas estridencias, Nettel nos va diseccionando aquello que para ella fue más importante o lujurioso en su vida. Una vida que, desde muy temprano, estuvo marcada por la literatura y unas lecturas muy distintas a las del resto de compañeras de colegio o amigas. Lecturas que, sin duda, marcaron el empedrado y largo camino de su vida. Una vida que en no pocas ocasiones alcanzó unos niveles de madurez muy relevantes respecto de sus semejantes. La literatura, ahí, fue capaz de derribar barreras y componer sueños con los que contraponer la incomprensión de un día a día marcado por las neuras ajenas de unas personas adultas perdidas en su propio laberinto. Esa es una de las mejores bazas de esta novela, la de buscar más allá de ese universo embrujado del prójimo para crear uno propio, al estilo de una habitación propia en la que poder proyectar aquello con lo que soñamos, aunque nos cueste hacerlo en el empedrado y largo camino de la vida.

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