Cuando todavía celebraba cumpleaños de un dígito, abrió en la biblioteca familiar una obra de Tíndaro, y tras leer la frase homo sum, humani nihil a me alienum puto -o lo que es lo mismo- soy un hombre, nada humano me es ajeno, exclamó: “va a ser esto lo que me sucede”. Naturalmente, la anécdota no es verídica, pero sí fiel al eruditismo y humanismo carobarojianos.
A los 15, Julito, el “adolescente esmirriado con una capacidad de leer casi patológica” ya apuntaba maneras renacentistas y publicaba sesudos artículos”. Niño curioso que escuchaba las conversaciones de su tíos Ricardo y Pío Baroja con Ortega, Valle-Inclán, D’Ors y Azaña, construyó en sus adentros un cúmulo de intereses heteróclitos. Acabado el Bachiller se dispuso a cursar Historia Antigua, cuando la guerra civil interrumpió su vida estudiantil pero no sus estudios… Problemas de salud lo libraron del frente y lo “encerraron” a los 22 en la casa de Itzea (“madre de todo lo bueno en mi vida”) en Vera de Bidasoa a leer los 13.000 volúmenes de la biblioteca de Don Pío. He ahí la forja de este sabio, producto casual y causal de la alquimia entre historia grande e historia chica. Concluida la contienda, se doctoraría con una tesis sobre religiones antiguas en España, mientras se extendía el infundio de que era un espía británico.
El transcurrir de las décadas agrandó su sabiduría y su biblioteca. A la hora de la muerte, con 81 años, Caro Baroja -Don Julio- había elevado a 30.000 el número de volúmenes y a setecientos los trabajos de su factura entre biografías, libros y artículos sobre lingüística, literatura popular, antropología, historia social, historia antigua, minorías étnicas y marginadas, brujología, tecnología, folclore, religiosidad, vascos, judíos, moriscos, saharauis…no quedó una esquina de nuestro pasado donde no metiera la nariz. Lo suyo no era (del todo) virtud, tampoco vicio, sino necesidad… la investigación es para mí una necesidad fisiológica, aseguraba. La satisfizo en soledad, sin ayuda de nadie. Su producción es magnífica en cantidad y calidad, y sorprende que un solo hombre pudiera investigar y escribir tanto, cuando otros -para producir lo mismo o menos- precisan el apoyo de equipos universitarios completos. Salvo en contadísimos paréntesis -1943 y 1945 en Madrid, 1957-60 en Coimbra, 1973 en Wisconsin y 1981-83 en el País Vasco- Caro Baroja no estuvo formalmente vinculado a universidad alguna. Tampoco le interesaban lo cargos oficiales, sobre todo si eran más nominativos que reales: en los años cincuenta abandonó la dirección del Museo del Pueblo Español. Y en la democracia renunció a ser asesor del ministro de la Cierva, y más tarde, a permanecer en el consejo de Euskal telebista.
El catedrático de Lengua y Literatura Antonio Carreira lamentaba en un artículo que, allá por los años sesenta, cuando él era estudiante y Caro Baroja ya había publicado más de veinte libros y un centenar de trabajos, su obra y figura continuasen ninguneadas por la universidad española. Una explicación (además de lo incómodo del apellido materno) era que los temas que abordaba se consideraban entonces “periféricos”. Según Carreira, “uno de los problemas de Caro Baroja en la sociedad que le tocó vivir era, aunque parezca hipérbole, que sabía demasiado”.
Otra explicación es que la independencia y el rigorismo carobarojianos conllevan un enfoque que derriba seguridades. Alérgico a los lugares comunes (de hecho, una de sus ideas más fecundas es la de “viejo lugar común”), prescindía en su búsqueda de la verdad de teorías globalizantes, paradigmas establecidos, asideros postulares e imágenes monolíticas.
Los hallazgos carobarojianos no son, en ningún campo, aptos para mentalidades doctrinarias -de antaño ni de hoy- que aspiren a obtener rédito político de ellas. Si cuando era joven era un mal español y ahora que soy viejo soy un mal vasco o un mal catalán y esto me ocurre porque no quiero comulgar con ruedas de molino, ¿a qué consulado tengo que ir para renovar mi pasaporte? Entre las obras más destacadas que combaten esos lugares comunes figuran “Los vascos”(1949), “Razas, pueblos y linajes (1957), “El carnaval” (1965), “La ciudad y el campo” (1966), “Las brujas y su mundo” (1961), “Los judíos en la España moderna y contemporánea (1961), “Vidas mágicas e inquisición” (1967), “El señor inquisidor y otras vidas por oficio” (1968); “La hora navarra del siglo XVII (1969) y el “Ensayo sobre la literatura de cordel” (1969).
Cuanto puede aprenderse en la obra de Caro Baroja no es etiquetable. En su contenido no hay lugar para la simpleza ni la economía cognitiva. Da prolija cuenta de la naturaleza poliédrica de la realidad, donde nada es del todo blanco ni negro, y allana esa dificultad (a veces notoria porque la vastedad de sus conocimientos e informaciones es apabullante) con lenguaje sencillo y sin pedantería, pues la humildad fue en él un rasgo tan distintivo como su sempiterna pajarita al cuello.
En esa complejidad inherente al mundo y su devenir, interesó a Don Julio el relieve y la lente de aumento que supone destacar la “historia chica” frente a la “historia grande”. Consideraba un ejercicio de miopía elitista posar la mirada solo en las decisiones políticas o de Estado y renunciar a investigar la historia chica (la vida de las masas urbanas y en el ámbito rural), su intrahistoria e influencia -aunque solo sea por el número de sujetos- sobre la historia grande. Pensar que hay una historia grande o una historia chica es una actitud orgullosa de gentes que se consideran ellas mismas grandes.
El antropólogo norteamericano Davydd J. Greenwood, escribió una monografía en la que decía de Caro Baroja que “sus estudios no son sobre reyes ni élites de por sí; son estudios sobre masas, del hombre común y corriente y sus eternos problemas”(…)“Caro Baroja mira los problemas de la historia siempre en sus dimensiones humanas, como problemas humanos necesitando soluciones humanas”. En su trabajo, etnología e historia se integran en un único sistema de investigación. De ahí que entre las aportaciones carobarojianas figure el señalar la importancia de fuentes de investigación que los antropólogos de su generación, y anteriores, apenas empleaban. Me estoy refiriendo a relatos, cuadernos de viaje, teatro, novela y, sobre todo, biografías, género este, que fue substancial en su propia obra.
Mucho seha escrito de la influencia de Pío Baroja sobre Julio Caro. Este se declaraba “hijo mental” de su tío. Es cierto: él y su biblioteca marcaron su formación. Don Pío lo introdujo, por ejemplo, en las ideas de Kant y una de ellas -la de que el hombre al pretender conocerse, debe empezar desde dentro y no desde la comparación y confrontación- marcaría cardinalmente su obra. Menos conocida, sin embargo, es la influencia intelectual de Carmen Baroja, su madre, una influencia tan decisiva que bien podría situársela en los orígenes vocacionales de Julio Caro, en la fragua misma de sus intereses temáticos.
A Carmen Baroja (Pamplona 1883- Madrid 1950) le interesó la antropología y estuvo vinculada al Patronato del Museo del Traje Regional Histórico y al Museo del Pueblo Español. Fue autora de “El encaje en España”, “El arte del encaje” y “Joyas populares y amuletos” (que por diversas circunstancias -incluida su muerte- quedaría inédito).
Es casi seguro que fue ella, quien prendió en Caro Baroja la pasión por la Antropología Cultural. Desde los años 20 era una enamorada del folklore y la etnografía y una admiradora de la obra de James George Frazer. Había leído una traducción al francés de “La rama dorada”(Caro Baroja declaró haber leído a Frazer en la adolescencia). Luego, en la Guerra Civil, durante sus colaboraciones con la revista “Nación” en Buenos Aires, Carmen escribió artículos etnográficos en los que se incluyeron algunos sobre la obra del citado antropólogo. Debió ser también ella, el nexo primigenio entre su hijo Julio y el folclore y la mitología vasco navarros, pues no solo conocía a la perfección sus leyendas, sino que ademas dominaba sobradamente el vascuence.
Muchas serían las ulteriores influencias intelectuales que Julio Caro Baroja recibiría a lo largo de su existencia: Gómez Moreno, Menéndez Pidal, José Miguel de Barandarian, Telesforo de Aranzadi, Hugo Obermaier, Hermann Trimborn, Edwar B. Tyler, Franz Boas, Lowie, Marie Mauss, Alfred Kroeber, Georges Dumézil, Malinowski, Lévi Strauss, Foster, Goldenweiser, Radcliffe-Brown, Pitt-Rivers, Evans-Pritchard…pero he querido dejar constancia de la huella original (en su sentido más germinativo y literal) de Carmen Baroja, quien además de ser su madre, fue también matriz de su vocación.
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