Somos hijos de Cronos. El tiempo nos hace y nos deshace. Pero no solo nos crea para luego dejarnos amontonados en el olvido, sino que nos conforma a imagen y semejanza de su presente aparentemente inmóvil. Todos somos prisioneros en la jaula de la época. Los más imprimen en su alma los sofismas, los prejuicios y las mitologías de su tiempo, que creen verdades. Creen haber encontrado lo que les ha buscado. En tiempos de Homero residía en los poetas un daimon que pertenecía al ámbito de lo sagrado.: sus palabras revelaban (como los profetas) oscuras verdades. En tiempos de Garcilaso el ideal de caballero perteneciente a la élite reunía en sí al guerrero, al amante perfecto y al poeta. En tiempos de Baudelaire el poeta era ya la vergüenza de su madre y para sí y sus cofrades un príncipe mendigo, mendigo en la triunfante sociedad burguesa, príncipe del espíritu. En nuestra época un caballero de la élite ha sustituido la milicia por las finanzas y la gran empresa, la poesía por el golf y el amor… el amor ya no mejora al que ama sino que acaso se encuentre demasiado mezclado con el dinero y la cocaína. En cuanto a la poesía en sí misma, perdió el aura y se juega la vida a la ruleta rusa entre la indiferencia absoluta y las redes sociales. Por eso el caso de Javier Olalde tiene algo de significativo en su peripecia vital. Debió de ser uno de esos jóvenes con inquietudes, uno de esos jóvenes en los que los malestares hacen que el espíritu se remueva inquieto sin encontrar la postura que le permita reposar. A contraépoca, fue uno de esos que eligió la poesía como vía de expresión. Publicó tres libros. Pero los tiempos le tiraron de la manga, le cogieron el hombro, le apresaron el brazo y le exigieron el óbolo que siempre exigen. Dejó la poesía y se dedicó a actividades relacionadas con el deporte. Le fue bien. Ejerció el periodismo deportivo durante años, dirigió dos revistas y hasta presidió un tiempo una federación deportiva nacional. Sin embargo, su indudable éxito social no liquidó su aquel yo poco burgués y, según la óptica imperante, ridículo, que quería realizarse en los delicados ámbitos de la belleza y los pensamientos sutiles. Abandonó las ocupaciones anteriores, se encerró en su gabinete y dedicó sistemáticamente sus más apasionados deseos a la poesía. De nuevo la Poesía. Publicó tres libros en la editorial Vitruvio y, alentado por su editor, decidió rescatar uno de aquellos tres que habían visto la luz en su juventud. Y éste es el que aquí comentamos. Su título, Alguno habló de soledad, ya nos indica cuál es la temática tratada. Ese alguno parece un vago trasunto del poeta (cuando digo poeta me refiero a la voz poética, no a la persona entera que encarna al poeta). El libro consta de tres partes, la primera comparte título. En ella el yo poético manifiesta ese malestar del que hablábamos arriba, a veces se revuelve contra el ambiente, a veces expresa ese anhelo de belleza, de bondad y de verdad, “una avidez de espíritus”, a veces la frustración le hace refugiarse en la ironía y en la asociación libre, como en Aprendamos a huir hacia los árboles, o le hace ocultarse en un cierto hermetismo, como en Desolación de los enanos, o se permite el desaliento en Concisa soledad, “vivir exhausto / esencia de los muchos” para al fin expresar el deseo de encuentro con los otros, “el tiempo de acercar nuestras palabras / y comprenderlas mansamente”. A pesar de que muchos poemas se apoyan en una estructura clásica a base de cláusulas paralelísticas, el lenguaje se enriquece con una vena irracionalista que le otorga momentos brillantes. En la conmovedora segunda parte, En soledad con ella, el tema es el amor. Pero un amor difícil, peleado, en el que la amada no concuerda armónicamente con el poeta. Si el amor es el remedio para la soledad, no hay soledad más aguda que la que se siente en compañía del ser amado. Ese desconsuelo, “somos / como ese gesto / inútil / de alzar los brazos / al paso de un tren desconocido”, ese deseo de unir al otro en los propios anhelos profundos, “ya es tiempo / de que acudas conmigo / a lo inexacto”, deja pronto paso a la premonición de la separación, “y nos tendemos / para esperar el olvido seguro”, tras el acto amoroso, “mientras tensamos la impotencia / de la pasión diaria”, y el desencanto. La tercera parte, Humano a contravida y contramuerte, no estaba incluida en la edición inicial y es una invectiva desolada y existencial contra aquella época en la que fue escrita y que no difiere demasiado de ésta en la que lo leemos. Sin embargo el epílogo, “habrá una voz que…”, predice por boca de la esperanza un tiempo en que el entendimiento y el amor serán posibles. Desdichadamente resulta que ahora ese momento pertenece tan al futuro como entonces. Este libro cuyas preocupaciones del joven de entonces no estarán alejadas de las del hombre de hoy, y cuyos anhelos son suyos y nuestros, es la expresión dolorida del hecho de vivir, con su cortejo de frustraciones, pero también la fotografía espiritual de una época adversa para la delicadeza, tal vez como todas, pero acaso más furiosamente crematística y atiborrada de voces que proclaman libertad pero que contiene tantos esclavos como cualquier otra. Ahora bien, en un libro de poesía podemos encontrar una voz amiga que al decir lo que oscuramente sentimos o lo que pensamos sin haberlo llegado a pensar nos sirve de compañía y consuelo, pero también buscamos la belleza, que en la estética moderna quizá debiéramos llamar expresividad, buscamos el hallazgo, la unión inesperada de dos palabras, la imagen que troquela una sensación, una emoción o un pensamiento, la metáfora que hace que nuestra sensibilidad se alerte. Por eso también, lector, debes leer este libro, porque en él junto al “dolorido sentir” encontrarás el estremecimiento del lenguaje. Además este libro, aparte sus valores intrínsecos, nos permite contemplar con perspectiva la trayectoria poética de su autor, que ha granado en libros posteriores y que, así lo quiera el tiempo, granará en otros futuros. Así lo esperamos, así lo deseamos. Puedes comprar el poemario en:
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