Así comenzaba Jaime Gil de Biedma su poema Noche triste de octubre, 1959, dedicado a Juan Marsé, sobre los tajantes efectos que ocasionó en la nación el urgente Plan de Estabilización de Ullastres y Navarro Rubio, para convertir a la peseta en divisa y abolir aquella economía —si tal concepto cabe— de coto cerrado y timba de agiotistas que fue la autarquía de la posguerra. Por fortuna, el repentino y brutal desempleo que se propagó pavorosamente por todo el país lo fue aliviando aquella Europa, propulsada por el Plan Marshall, al absorber a nuestros sufridos emigrantes, que encima se convirtieron en una imprevista y, por otro lado, ansiada fuente de divisas. Pero, por desgracia, este octubre Europa se halla también desconcertada —si no, postrada— por la infección y, en consecuencia, nos quedamos sin ese destino como auxilio. En cuanto a nuestro gobierno —semejante al del poema—, se ha enrocado en sus delirios y, como toda solución, ha decretado in extremis un mitigado “estado de Excepción”, que llaman “de Alarma”, en el que a estas alturas ya nadie confía que sirva para maldita cosa; pues si en primavera el mismo gobierno ya advertía sobre el peligro del recrudecimiento de la epidemia en otoño; ¿cómo es posible que no haya ejecutado las medidas oportunas durante todo este verano para que tal estrago no se produjese?
Esta pregunta late en todas las conciencias, mientras España, lenta y sin remisión, se empobrece y los muertos superan diariamente el centenar. Al compás, la desesperanza aploma las calles con escaparates súbitamente desmantelados, cartelones de “se alquila” y aceras mortecinamente desiertas; síntomas indudables de la agonía. Y yo, que debía de escribirles un artículo sobre un asunto literario, en absoluto lo encuentro, acuciado por esta visión callejera que transpuse al cerrar la puerta de mi apartamento, cuando me vino a la memoria el inicio de este poema; ya saben: Definitivamente parece confirmarse… Y de pronto me invadieron unas inmensas ganas de sumergirme en la nostalgia para huir de estos crudos presagios. Y claro, recurrí al celebérrimo Segundo movimiento, andante con moto, del Trío, nº 2, en mi bemol mayor (1827), de Franz Schubert; cerré los ojos, las estampas fluyeron, acudió ese pasado que nunca fue y, luego, el olvido… Ya solo la temperatura de lo humano.
Con el suspiro que me arrebató la última nota de esta delicada y sencilla melodía, de aquel inmenso artista que fue, contra su amarga y destartalada existencia, Schubert, constato, una vez más, que solo las artes —las verdaderas, las emocionantes y que no precisan de esas etiquetas mercantiles que ahora se estilan— nos consuelan, y de todas, la más sutil y universal, la música. Nos apacienta el hambre y a falta de amor, nos devuelve su destello, y hasta nos susurra que un día, de hace ya muchos años, nos sentimos tan ebrios de vida que miramos a los dioses a los ojos.
Y no obstante, en esta exasperante espera de la salvífica vacuna, el arte, quizá por ser tan sustancialmente humano y tan escasamente animal, nos resulta superfluo para seguir viviendo, tarea inexcusable en esta danza macabra que va imponiendo —cada día con mayor nitidez— un despiadado sálvese quien pueda, como durante aquella legendaria peste negra de la Edad Media. A pesar de que el arte sea —con la ciencia— cuanto nos constituye como humanos —si hasta la religión, primera y balbuciente razón del hombre, precisó de su maña para subyugar los ingenios—, nos encontramos con que, sobre cualquier otro quehacer, el arte es quien más padece la epidemia en todo el mundo. En este momento, se halla suspenso: los museos clausurados o bajo reserva anticipada; los teatros, si se lo permiten y les quedan ánimos para levantar el telón, con el aforo restringido, como los cines y los auditorios; y en cuanto a las librerías, resistiendo a duras penas… Y los artistas, ya se imaginan, mordiendo en soledad la ceniza maldición de haber pretendido serlo. Ante tan acerba coyuntura, les ruego que no olviden que solo el arte acaricia nuestra más secreta intimidad y hasta es capaz de sublevarla, haciendo de mangas capirotes con cuanto fuimos y pretendimos ser, para que nuestra existencia de nuevo vibre, sepa, luzca. Por eso, pertrechense de arte y acudan, si pueden, donde se ofrezca; no permitan su desfallecimiento porque, de lo contrario, cuanto de humano aún retienen languidecerá hasta ahogarse en la más seca aspereza. Más aún ahora, cuando ante nuestra imposibilidad de imaginar cómo será la cotidianidad tras la epidemia, cada minuto se torna más amenazador, y por tanto, urge aprovecharlo, pues ni mucho menos es como aquellos, previos a la infección: un instante más, proseguido de otros muchos, con los que íbamos trenzando el futuro. En este momento, y mucho nos hiere pensarlo, ya no hay futuro, sino una desangelada y turbia espera.
En tanto, nos aguardan unas calamitosas Navidades que no nos reconfortarán ni aunque recurran, como tantos otros años, a la socorrida proyección en televisión de Qué bello es vivir (1946), de Frank Capra, porque definitivamente parece confirmarse que este invierno que viene, será duro.
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