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Isabel I, la Chola
Isabel I, la Chola

Una petición impertinente

lunes 19 de octubre de 2020, 04:00h

El lunes pasado se celebró —bueno; esto es un decir, habida cuenta de la epidemia que arruina al país— la fiesta nacional, antes de la Hispanidad y, mucho antes, de la Raza —en algunas repúblicas americanas aún se la sigue llamando popularmente así—, pues es el día que Colón, hace más de quinientos años, desembarcó en San Salvador —en las actuales Bahamas— y cambió para siempre la concepción del orbe. Y si aquí no dejó de ser un breve cumplido en el palacio de Oriente, en América, tan protagonista o más de la jornada, sucedieron algunos incidentes que calificaría de chocarreros, porque no son sino torpes remedos de esa ola de iconoclastia que se ha desatado en EEUU, tras contemplar el mundo, estupefacto, el cruel asesinato de George Floyd por televisión.

Como aperitivo, en Ciudad de México retiraron una estatua de Colón de su plinto y un grupo pequeño pero muy arriscado pretendió defenestrar otra del genovés, unos cientos de metros más allá. Mientras tanto, en La Paz, le pusieron perdido de pintura el pedestal a Isabel la Católica y a su austera efigie en piedra le colocaron unas polleras, un aguayo de carga y hasta uno de esos sombreros de alas vueltas hacia arriba; en suma, la disfrazaron de indita serrana. Un par de perpetradoras de la profanación —dispénsenme, pero no se me ocurre otra palabra— embozadas a la manera de las seguidoras del ISIS y que se declararon cholas, manifestaron ante las cámaras de las televisiones —en un castellano atropellado pero purísimo; en absoluto en aimara o en quichua, como hubiese sido lo apropiado— que aquella gamberrada expresaba su enojo por la “globalización cultural” que había supuesto para los pueblos indígenas la travesía colombina, sufragada por la reina de Castilla. Entre el nicab, la apelación a la “globalización” y el desparpajo de su español no supe si desternillarme de la risa o abochornarme, porque, sobre todo, las proclamadas cholas exhibían su absoluta ignorancia del testamento de la reina, donde ordenaba firme, clara y magnánimamente a sus sucesores proteger a los indios, cláusula que tan vehementemente exigió el padre De las Casas al emperador como para obligarlo al corregimiento, con nuevas leyes y severas Audiencias, de los desaprensivos y crueles encomenderos. Por supuesto, Carlos I ya pudo dictar, pero la distancia y las vilezas enredaron con litigios sangrientos sus disposiciones.

Si ante lo sucedido en La Paz se me ocurren varios calificativos, no encuentro el adjetivo adecuado para la tournée de la señora Gutiérrez Müller —esposa del presidente López Obrador— por Europa para solicitar, por un lado, el préstamo de algunas piezas históricas —como el penacho de Moctezuma, expuesto en Viena— con las que celebrar con el mayor esplendor el bicentenario de la independencia de México y el quincuagenario de la toma de Tenochtitlán por Cortés, y, por otro, que España y el Vaticano “pidan perdón” por el descubrimiento y conquista de América.

Aún sigo perplejo ante esta desfachatada petición de perdón por un hecho que no puede tildarse sino de gesta por la temeridad y la poquedad en número de hombres que se adueñaron, en apenas cien años, de un continente y dos océanos para España, y no se olvide jamás que ignoraban clima, fauna y topografía; o sea, que lo consiguieron —aunque muchas de sus acciones hoy puedan espantarnos— a ciegas. Además, cuando su proeza tuvo tal repercusión que clausuró el planeta, sepultó definitivamente una era ya renqueante, el Medievo, y causó tal conmoción en el pensamiento europeo que dos siglos después alumbrará la Revolución francesa; a la que, por otra parte, tanto debe la república que representa en su viaje esta distinguida dama. ¿O acaso vamos a ignorar la crucial impronta de la hazaña hispana en el Discurso sobre la servidumbre voluntaria (1548), de Étienne de la Boétie, obra imprescindible para comprender las posteriores y sagaces críticas ilustradas a la monarquía?

Desconozco los motivos del matrimonio López Gutiérrez para concebir tan impertinente —si no es afrentosa— demanda, pero muy respetuosamente le recomendaría —por la eminente magistratura que hoy ostenta— que repasase Las cartas de relación (1520), de Hernán Cortés, una de las más preclaras lecciones de política que conozco y oportunísima con las celebraciones que le aguardan, y después, La isla de Robinson (1981) —reeditada por Drácena en 2018—, de Úslar Pietri, donde encontrará los tristes y certeros vaticinios del sabio Simón Rodríguez sobre los males que asfixiarán a Hispanoamérica en lo porvenir, vislumbrados para nuestro asombro durante el turbulento y heroico momento cuando alcanzaba su independencia. Y como la literatura cuenta con remedios para casi todo, si urgiese verdaderamente de un consuelo por la desaparición del mundo precolombino, dispone de Maladrón (1969), del genial Miguel Ángel Asturias, donde se relata la visión aterrorizada cuanto fabulosa de los quichés y los cachiqueles ante la irrupción en la selva maya de la intrépida y despiadada hueste de Pedro de Alvarado. En fin, que lecturas para aliviar sus congojas no faltan.

Y, desde luego, confío en que el gobierno —aunque alguno de sus miembros sea muy propenso a lo contrario— haga oídos sordos a esta descabellada petición mejicana y nos ahorre otra vergüenza a la nación, como también que los del pelo cortado a cazo y la sudadera con capuchón no se les ocurra imitar a las cholitas bolivianas y pretendan descabalgar a Pizarro de su imponente estatua en Trujillo, porque, visto el alcance de sus entendederas, muy capaces son.

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